El catolicismo de la Argentina colonial se concentró en la admonición de los pecados de la carne y el confesionario fue el escenario donde las mujeres contaban sus secretos. A los hombres, los sacerdotes evitaban hacerles preguntas relativas a la lujuria y eran indulgentes con las penitencias.
Los curas controlaban los hábitos sexuales de una pareja dentro del matrimonio, condenando cualquier práctica que no llevara a la procreación. (Foto MDZ / Patricia Rodón)
Placeres solitarios, fantasías sexuales y ensoñaciones frente al encuentro real de los cuerpos son la base de la culpabilidad que mujeres y hombres padecían y debían confesar ante un severo sacerdote que parecía regocijarse ante el tímido relato. Durante el siglo XIX el sacramento de la confesión y la posterior penitencia se convirtieron en moda, obligación y presunta salvación al mismo tiempo.
El cura, representante del tribunal de Dios, era una especie de censor todopoderoso con cualidades inquisitoriales que podía salvar o condenar, culpar o señalar en lo íntimo a una persona en procura de la salvaguarda de la moral familiar. El catolicismo de la Argentina colonial se concentró en la admonición de los pecados de la carne y la iglesia, con su confesionario, en el escenario donde los fieles, especialmente las mujeres, franquearían sus secretos.
El confesionario, de gran teatralidad como todas las escenografías religiosas, propiciaba la murmuración del pecado: dentro del cubículo preferiblemente de madera, tras las labradas ventanillas y el cortinaje oscuro, en la doble penumbra del pacto de silencio, el sacerdote escuchaba a la contrita penitente, que de rodillas, con el velo sobre el rostro y con las manos juntas susurraba con voz grave los actos, fantasías y deseos que consideraba transgresiones.
Y el cura de parroquia, del campo o de la ciudad, va adquiriendo tal poder que la figura del confesor se va convirtiendo en un personaje esencial y especial dentro de las comunidades. El acudir diariamente a misa y el confesarse una vez por semana se convierte hacia 1800 en el Río de la Plata en una conducta que mezclaba la moda con la obligación entre las españolas y criollas de las ciudades, más allá de la relativa devoción que estas damas pudieran sentir.
Los especialistas coinciden al subrayar que la confesión y su penitencia era un sacramento casi exclusivamente femenino, puesto que se trataba de una “confesión de dependencia”, es decir, se consideraba que el cura tenía entre los mandatos de su catecismo personal “la misión de velar por la pureza de la joven, la fidelidad de la esposa y la honestidad de la sirvienta”.
En tanto, los hombres dejaban de frecuentar el confesionario después de la primera comunión y se mostraban más reticentes a la confesión. Por ello, cuando un hombre se presentaba en el confesionario, las autoridades eclesiásticas aconsejaban a los sacerdotes “no hacer esperar a los caballeros, evitar hacerles demasiadas preguntas en el capítulo lujuria” y ser indulgentes con las penitencias.
Como contrapartida, en el caso de las mujeres los policías de Dios incluso llegaban a negar o retardar la absolución para castigarlas por sus pecados, hecho que llevaría a muchas jóvenes y señoras a los horrores del delirio religioso, de la autoflagelación y de la anorexia hasta llegar a la muerte al mantenerlas en la tortura de la culpa continua.
El baile, la fiesta popular, el banquete de bodas, la frecuentación entre jóvenes y la simple coquetería: todo lo que hacían o decían la mujeres causaba la ira de estos tenebrosos legionarios de la moral, que podían condenar al infierno, con excomunión incluida, a la dama que usara un escote “indecente”. Incluso, muchos de ellos, fundamentalistas y voyeurs consagrados, recorrían los bancos de la iglesia -en una suerte de revista al estilo militar-, para inspeccionar la corrección del atuendo y del cabello de las mujeres.
Bajo su sombrío poder también caerían los hábitos sexuales de una pareja dentro del matrimonio, condenando cualquier práctica que no llevara directamente a la procreación, cualquier juego que produjera placer y cualquier encuentro que excediera los límites de la “moral católica”.
El cura practicaba el espionaje sexual sobre su comunidad. Indiscreto, en el ámbito de la confesión, averiguaba todo sobre el comportamiento de la mujer que acudía a la iglesia, y también indagaba sobre la vida privada de familiares y vecinos. El supuesto experto en la ciencia del pecado incluso despertaba “nuevas” ideas en las jóvenes adolescentes mediante sus impúdicas preguntas, lo que equivalía a iniciarlas sexualmente mediante la palabra.
Las diversas prácticas y los rigurosos controles que los confesores de la Colonia imponían sobre la mujer pusieron de manifiesto su obsesión por ellas. El sacerdote estaba obsesionado por la figura femenina y sus encantos, por su proximidad y por su sensibilidad.
Turbado y frustrado, seducido y seductor, el confesor con aspiraciones de confidente, atado al voto de castidad y sin embargo “mirón” de los juegos conyugales, vigilante de la moral, fisgón de las aventuras del lecho, fue entonces, y hasta bien adentrado el siglo XX, el triste tercero incluido en la cama.
Patricia Rodón
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