miércoles, 26 de junio de 2013

De la piel y otros demonios. Historias de estrellas del pop, geishas, reinas, sexo, baños y perfumes.


En la Edad Media hombres y mujeres concurrían a los "baños árabes" movidos por el sexo. (Foto ciudadbarcelona.olx.es)


Cuando Marilyn Manson se mira en el espejo no piensa en la ardua tarea de las prostitutas griegas para blanquear su piel. Tener una tez blanca parece haber sido desde siempre en muchas culturas el mandato más importante en materia de belleza.


Hoy las estrellas del pop y del rock, las nuevas afroditas, ménades y monstruos, desde Madonna a Kylie Minogue, pasando por Evanescence, Kiss y Tokio Hotel perpetúan el rito de construir una apariencia de blancura sobre sus rostros. 

En estos tiempos de rayos UV asesinos no hay protector solar que alcance para cuidar el color que la genética dio a la piel, porque cuando el barro se secó, aclarándose, en el rostro del primer hombre o de la primera mujer, nacieron las máscaras blancas remitiendo a la magia, la pureza y la muerte.

Pero mientras Lady Gaga se empolva hasta los huesos, Cristina Aguilera es adicta a las pantallas faciales y Michael Jackson hacía lo que podía con una batería de productos químicos más cercanos a la lavandina que a la cosmética, las hetairas griegas la tenían clara, literalmente hablando.

Ellas pasaban la noche con el rostro cubierto con una máscara de albayalde (carbonato básico de plomo de color blanco) y miel. Al levantarse se lavaban la cara con agua fría y volvían a embadurnarse con otra capa de albayalde diluido que, procedente del árabe al bayad, es decir, blanco, blancura, también se llamaba “blanco de plomo”, “cerusa” o “blanquibolo”. 

Esto les daba a sus semblantes una blancura que hoy consideraríamos propia de una grave enfermedad, un incipiente intento de maquillaje de mimos y estatuas vivientes o simple look de  vampiros de entrecasa. 

Sabido es que la leche de burra gozaba de gran predicamento en la antigüedad y que las mujeres que podían pagarlos no se privaban de algunos litros de este producto antiage para usarlo en su toilette diaria.  

Los baños de Popea fueron célebres porque eran verdaderas orgías lácteas. La coqueta y malvada esposa de Nerón, quien en sus viajes se hacía seguir por un rebaño de trescientos animales que eran ordeñados cada mañana, se sumergía en una tina de plata llena de leche de burra y se pasaba allí más de tres horas diarias planeando algún asesinato.

Cleopatra, una femme fatale ilustrada, escribió un tratado de belleza en el que recomendaba bañarse en la leche de este animal mezclada con miel para mantener la suavidad de la piel y darle un aspecto lánguido, pálido y luminoso. Y su receta de body milk no estaba equivocaba, ya que tanto la leche como la miel tienen propiedades nutrientes e hidratantes.

Otra de las sustancias blanqueadoras de la piel muy utilizado por las damas romanas era la lanolina. Se sacaba de la lana de las ovejas y se la perfumaba para enmascarar su desagradable olor original. A veces las mujeres se excedían, igual que ahora, y claro, capas de afeites y polvos sobre la cremosa y pegajosa lanolina convertían sus rostros al cabo de unas horas en cuarteadas paredes de yeso. 

En Bizancio la receta blanqueadora era el uso de un ungüento a base de pepino machacado y excrementos de estornino; la mezcla parece que resultaba muy hidratante, pájaros incluidos.

Una de las singularidades de las geishas japonesas es su laborioso maquillaje blanco, compuesto por aceites y polvos blancos disueltos en agua y aplicados con infinita paciencia y estricta geometría con una brocha de bambú.

La Edad Media fue bastante sucia, la higiene personal era una idea extraña, pero de vez en cuando hombres y mujeres se bañaban y cuando decidían hacerlo lo hacían en serio y en grupo.

Concurrían a unos establecimientos llamados “baños árabes” en los que de día y de noche, se mojaba, masajeaba, untaba y depilaba a los clientes. Como quienes concurren a las casas de masajes de hoy, los asistentes no estaban movidos por afanes puramente higiénicos sino por el sexo (que también es muy higiénico en el sentido médico del término).

Los mentados baños árabes eran una combinación de los baños romanos, las tradicionales piletas japonesas (donde hombres y mujeres se bañan juntos) y los modernos spa “calientes” de hoy.

Obviamente, este rejunte de carne masculina y femenina, con tantos senos, vientres, espaldas, piernas, entrepiernas y sexos sueltos y contentos, apenas ocultados por una leve capa de agua tímidamente jabonosa, fue sistemáticamente combatido por la cada vez más poderosa Iglesia católica en toda Europa. Y así la gente empezó a bañarse menos, a enfermarse y a perfumarse más. 

Los cultivadores de flores franceses vieron el negocio y, proscripta el agua, montaron en sus matraces la industria de los aromas que mantiene desde hace siglos a todos los hombres y mujeres del mundo atrapados en un perfumado cautiverio.


Patricia Rodón

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