domingo, 30 de junio de 2013

Entre Dios y la moda: la toilette de una dama (y no tanto).

A lo largo de la historia la ropa ha sido tan importante como la desnudez, el maquillaje tan impactante como la piel y los adornos tan elocuentes como un discurso. Del tocador a la calle, te contamos una historia rica en anécdotas, costumbres, maquillajes y, claro, kilómetros de tela.


En Francia era costumbre de las damas recibir visitas mientras estaban en la cama. (Foto photo.parismatch.com)


Hace ya muchos siglos que las mujeres saben que no es lo mismo vestirse simplemente para cubrir el cuerpo que tener la posibilidad de elegir una vestimenta con un sentido determinado para provocar una reacción específica en quien las mira.


A lo largo de la historia la ropa ha sido tan importante como la desnudez, el maquillaje tan impactante como la piel y los adornos tan elocuentes como un discurso.

Las mujeres eligieron el vestido (y lo siguen haciendo) como símbolo que hablaba de su posición social y de su gusto por el lujo y no les tembló el abanico, la sombrilla ni las plumas del sombrero como a las chicas de hoy no se les altera el ritmo cardíaco cuando destrozan la tarjeta de crédito por culpa de un trajecito, unos zapatitos o una carterita “divina”. 

Mucho antes de que el vestirse de convirtiera en un producto industrial y de consumo, eso que desde en el siglo XVI comenzó a llamarse moda, las europeas primero, las argentinas después, heredamos de las españolas telas, joyas y perfumes que ellas a su vez habían recibido de los árabes, pero sobre todo heredamos las llamadas agujas de acero, herramienta que mejoró el trabajo de las costureras que hasta entonces trajinaban las telas con toscas agujas de hueso o de hierro.

Austeras, las españolas de la Reconquista vestían túnicas casi siempre lisas, ya que las telas de seda y bordadas que usaban los moros eran indignas de las damas cristianas que pudorosamente cubrían sus cabellos con un velo. 

Un siglo más tarde, el color negro se impuso: se lo consideraba el más elegante y se lo usaba en prendas de diario o de fiesta, en vestidos de terciopelo o de raso generosos en cintas y bordados. Las damas mandaron a la hoguera a las muchas capas de enaguas que usaban hasta entonces y se hicieron adictas al miriñaque que daba amplitud a las faldas y ventilaba un poco la entrepierna. Las golillas, guarnecidas de encajes en los bordes, remataban el cuello y los puños. Tanto los hombres como las mujeres lucían pesados collares de oro con piedras preciosas engarzadas.

A finales del siglo XVII el color negro rebosaba de simbolismos cristianos y paganos; luto, sacrificio y piedad batallaban con elegancia, aristocracia y buen contraste para lucir las joyas.

Así describe un relato de la época a una marquesa que acababa de enviudar: "Es preciso que una mujer sea tan hermosa como la marquesa de los Ríos para conservar algún encanto envuelta en aquellas negruras. Negra era la toca; negro el vestido; negra la batista sin pliegues que caía más abajo de la rodilla; negra la muselina que le envolvía el rostro y le cubría la garganta, ocultando su cabellera; negro el manto de tafetán que la tapaba hasta los pies; negro el sombrero de anchas alas, sujeto en la barbilla por cintas de seda negra”. Bah, casi una sombra, un disfraz de fantasma. 

La toilette de una dama

Mientras en Francia era costumbre de las damas recibir visitas mientras estaban en la cama, en España y en el Río de la Plata a los caballeros, incluidos el padre y los hermanos, no se les permitía entrar en sus aposentos cuando éstas aún no se habían levantado. 

Está claro que las francesas le temían menos a la familiaridad y esta confianza era ocasión de intensos coqueteos que podían terminar en toqueteos con los señores de blanqueada peluca. Estas damas, afectuosas y expresivas ejercían su “filosofía en el tocador” al parecer sin demasiados complejos. 

Recibían a sus amistades en el lecho, maquilladas, con los cabellos en alegre desorden o sujetos por detrás con una cinta, con una coqueta camisa o camisón muy delgado de seda de mangas largas con botones de diamantes o flores bordadas. Apoyaban su cabeza entre varias almohadas pequeñas y guarnecidas con lazos de cinta y anchos encajes, mientras un cobertor bordado con oro y seda las cubría. Todo improvisado, natural, claro.

He aquí la admirable descripción de una toilette: “Luego cogió un frasco de colorete, y con un pincel se lo puso no sólo en las mejillas, en la barba, en los labios, en las orejas y en la frente, sino también en las palmas de las manos y en los hombros. Dijo que así se pintaba todas las noches al acostarse y todas las mañanas al levantarse; que no le agradaba mucho hacerlo y que de buena gana dejaría de usar el colorete, pero no era posible prescindir de una costumbre tan admitida, y por muy hermosos colores que se tuvieran, era de buen tono parecer pálida como una enferma. Una de sus doncellas la perfumó de pies a cabeza con excelentes pastillas; otra la roció con agua dé azahar, tomada sorbo a sorbo y con los dientes cerrados, impelida en tenue lluvia, para refrescar el cuerpo de su señora. Dijo que nada estropeaba tanto los dientes como esa manera de rociar, pero que así el agua olía mucho mejor, lo cual dudo, y me parece muy desagradable que una vieja que desempeña tal empleo arroje a la cara de una dama el agua que tiene en la boca”.

Entre Dios y la moda

En el siglo XIX las mujeres acomodadas del Río de la Plata se preguntaban lo mismo que hoy frente al espejo: ¿qué me pongo? Y se contestaban con una mezcla de vestidos y abalorios religiosos.

Envolviendo el cuello se ponían una puntilla de hilo bordada con seda roja o verde, con oro y plata; lucían cinturones fabricados con medallas y relicarios y, además, el cordón de alguna orden religiosa. Esos cordones eran de lana blanca, negra o marrón y colgaban desde la cintura, por delante del vestido, hasta la orilla inferior, y tenían  varios nudos en cada uno de los cuales muchas veces colocaban un botón de pedrería. O sea, estaba bien visto que devoción y moda podían reunirse sobre el cuerpo de una mujer.

Mientras las francesas lucían sólo una alhaja, las españolas se desmadraban y se colgaban sin pudor todo lo que tenían: aros, alfileres, anillos, broches de hermosas pedrerías y oro, mucho oro.

“Las damas llevan prendidos en el cuello del corpiño alfileres muy bien adornados con pedrería, y pendiente del alfiler, sujetando su extremo inferior en un costado, una cadena de perlas o diamantes. No usan collares, pero adornan sus muñecas con brazaletes, sus dedos con sortijas y cuelgan de sus orejas largos pendientes excesivamente pesados. No sé cómo pueden sufrirlos. En estas joyas lucen todo lo que les parece bello. Llevan también Agnus Dei y pequeñas imágenes pendientes del cuello y de los brazos”.

Sobre la cabeza, peinada de distintos modos y descubierta, excepto cuando salían a la calle o iban a misa cubierta por una mantilla que a su vez cubrían con un manto grande y envolvente, lucían muchas horquillas rematadas con alguna pequeña joya.

Coquetas y provocadoras, fieles a las modistas y al color negro, devotas de los abalorios (sin son joyas o accesorios carísimos, mejor), la ropa y su uso  parece estar ligado al código cultural y simbólico de las mujeres. Las mujeres de hoy como las de hace siglos saben perfectamente que no es lo mismo, ni para ellas ni para los demás, ponerse “cualquier cosa”. 

Y saben que la única respuesta posible al eterno y agotador ¿qué me pongo? es elegir una prenda, “esa” ropita del más o menos poblado placard que tiene un sentido en sí misma para provocar una reacción específica, para seducir, a quien las mira. 

Patricia Rodón

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