martes, 21 de junio de 2022

Un billete y una plancha: así se convirtió Mary Peck Butterworth (1686-1775) un ama de casa en la mayor falsificadora de la historia...


Es difícil imaginarse a una ama de casa de 34 años, sin muchos recursos y con siete hijos, colándose entre los grandes falsificadores de la historia con la ayuda de, únicamente, una plancha casera. En ese tipo de ranking solemos encontrar a poderosos mafiosos líderes de grandes organizaciones criminales, personalidades importantes con acceso a las más altas cotas de poder, artistas refinados o ingenieros de gran nivel con capacidad para crear y usar máquinas complicadas. Nada de eso era nuestra protagonista, Mary Peck Butterworth, que consiguió hacerse multimillonaria con un ingenioso método para falsificar billetes sin salir, jamás, de su pequeña granja de Massachusetts. Nació en Rehoboth en 1686 y, a los 24 años, se casó con John Butterworth, un modesto granjero con el que subsistía trabajando en una pequeño terreno heredado. Una década después la pareja ya contaba con siete hijos. Los gastos que aquellos pequeños les generaban y los escasos beneficios que obtenían de la granja les llevaron a acumular muchas deudas, hasta el punto de que su propiedad les fue embargada. Se encontraban en la más absoluta pobreza, a la espera de un milagro con el que poder alimentar a sus niños. Y el «milagro» llegó… aunque lo hizo en forma de picaresca y delito. Se encontraba un día la señora Butterworth almidonando la ropa de sus hijos y, sin darse cuenta, dejó la plancha sobre una hoja de periódico. Al percatarse, se sorprendió al ver que parte del texto del diario había quedado impreso en una de las pequeñas camisas que estaba planchando. Y se le encendió la bombilla: ¿qué ocurriría si apoyaba la plancha caliente sobre uno de los nuevos billetes que se habían emitido en la colonia británica?, se preguntó primero. ¿Y si después hago lo mismo sobre un papel en blanco?, pensó a continuación.

PRIMERO, EN EL VECINDARIO

En las primeras pruebas de impresión, los trozos de papel aparecían débiles y arrugados, o directamente quemados por el exceso de calor que desprendía la plancha, pero no se desanimó. Las cosas no podían ir peor para su familia, así que siguió intentándolo, en busca de un sistema adecuado para acabar con sus problemas económicos. Y lo encontró: estampó el molde del billete sobre la muselina rígida de unas de sus enaguas viejas, perfectamente almidonadas, para pasar luego la plancha no muy caliente sobre el papel y, por último, subrayar los detalles con una pluma de ganso. Su obra resultó tan perfecta, en una época en la que los billetes eran muy primitivos y resultaba extraño imaginarse alguien intentado falsificarlos, que le fue muy fácil colocarlos en el vecindario. La prueba resultó todo un éxito, puesto que no levantó la más mínima sospecha. Y comenzó entonces a comprar vestidos caros y todo tipo de objetos de lujo sin ningún pudor. La ambición fue creciendo y la familia entera se puso a trabajar en la tarea de producir billetes falsos. Para sacarlos al mercado sin levantar sospechas, se les ocurrió ponerse en contacto con intermediarios, a los que vendían el «dinero» producido por la mitad del que supuestamente tenían en el mercado, donde pasarían por originales. El éxito de su método de falsificación fue tan grande que Mary Peck Butterworth decidió aumentar la producción. El número de billetes fue tan alto que pronto inundaron el mercado, afectando a la economía de Nueva Inglaterra y al control de las finanzas coloniales. La «hazaña» de esta ama de casa aparece a menudo nombrada entre los grandes falsificadores de la historia.

UNA INSPECCIÓN RUTINARIA

En todo este despilfarro, la familia Butterworth cometió un error: adquirir una de las mansiones más lujosas de Rehoboth, la cual pusieron a nombre de su hijo para despistar a las autoridades. En una inspección rutinaria por parte de Hacienda, uno de los hermanos de John Butterworth fue interrogado sobre el origen del dinero con el que la familia había comprado la mansión. Luego preguntaron a Mary Peck. Ambos, con un ataque de nervios, terminaron confesando su delito, a los que siguieron el hijo, una nuera y uno de los revendedores de los billetes. En el juicio celebrado en 1723, sin embargo, el fiscal no pudo encontrar pruebas contra Butterworth, ya que la astuta ama de casa había arrojado al fuego las piezas que le servían de molde. Fue declarada inocente. ¿Qué hizo después? Según cuentan, continuar falsificando billetes, esta vez con la ayuda de toda la parroquia, hasta que se retiro poco antes de morir, a los 88 años, muy rica.

FOTOS DE REFERENCIA.

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