domingo, 30 de junio de 2013

Entre Dios y la moda: la toilette de una dama (y no tanto).

A lo largo de la historia la ropa ha sido tan importante como la desnudez, el maquillaje tan impactante como la piel y los adornos tan elocuentes como un discurso. Del tocador a la calle, te contamos una historia rica en anécdotas, costumbres, maquillajes y, claro, kilómetros de tela.


En Francia era costumbre de las damas recibir visitas mientras estaban en la cama. (Foto photo.parismatch.com)


Hace ya muchos siglos que las mujeres saben que no es lo mismo vestirse simplemente para cubrir el cuerpo que tener la posibilidad de elegir una vestimenta con un sentido determinado para provocar una reacción específica en quien las mira.


A lo largo de la historia la ropa ha sido tan importante como la desnudez, el maquillaje tan impactante como la piel y los adornos tan elocuentes como un discurso.

Las mujeres eligieron el vestido (y lo siguen haciendo) como símbolo que hablaba de su posición social y de su gusto por el lujo y no les tembló el abanico, la sombrilla ni las plumas del sombrero como a las chicas de hoy no se les altera el ritmo cardíaco cuando destrozan la tarjeta de crédito por culpa de un trajecito, unos zapatitos o una carterita “divina”. 

Mucho antes de que el vestirse de convirtiera en un producto industrial y de consumo, eso que desde en el siglo XVI comenzó a llamarse moda, las europeas primero, las argentinas después, heredamos de las españolas telas, joyas y perfumes que ellas a su vez habían recibido de los árabes, pero sobre todo heredamos las llamadas agujas de acero, herramienta que mejoró el trabajo de las costureras que hasta entonces trajinaban las telas con toscas agujas de hueso o de hierro.

Austeras, las españolas de la Reconquista vestían túnicas casi siempre lisas, ya que las telas de seda y bordadas que usaban los moros eran indignas de las damas cristianas que pudorosamente cubrían sus cabellos con un velo. 

Un siglo más tarde, el color negro se impuso: se lo consideraba el más elegante y se lo usaba en prendas de diario o de fiesta, en vestidos de terciopelo o de raso generosos en cintas y bordados. Las damas mandaron a la hoguera a las muchas capas de enaguas que usaban hasta entonces y se hicieron adictas al miriñaque que daba amplitud a las faldas y ventilaba un poco la entrepierna. Las golillas, guarnecidas de encajes en los bordes, remataban el cuello y los puños. Tanto los hombres como las mujeres lucían pesados collares de oro con piedras preciosas engarzadas.

A finales del siglo XVII el color negro rebosaba de simbolismos cristianos y paganos; luto, sacrificio y piedad batallaban con elegancia, aristocracia y buen contraste para lucir las joyas.

Así describe un relato de la época a una marquesa que acababa de enviudar: "Es preciso que una mujer sea tan hermosa como la marquesa de los Ríos para conservar algún encanto envuelta en aquellas negruras. Negra era la toca; negro el vestido; negra la batista sin pliegues que caía más abajo de la rodilla; negra la muselina que le envolvía el rostro y le cubría la garganta, ocultando su cabellera; negro el manto de tafetán que la tapaba hasta los pies; negro el sombrero de anchas alas, sujeto en la barbilla por cintas de seda negra”. Bah, casi una sombra, un disfraz de fantasma. 

La toilette de una dama

Mientras en Francia era costumbre de las damas recibir visitas mientras estaban en la cama, en España y en el Río de la Plata a los caballeros, incluidos el padre y los hermanos, no se les permitía entrar en sus aposentos cuando éstas aún no se habían levantado. 

Está claro que las francesas le temían menos a la familiaridad y esta confianza era ocasión de intensos coqueteos que podían terminar en toqueteos con los señores de blanqueada peluca. Estas damas, afectuosas y expresivas ejercían su “filosofía en el tocador” al parecer sin demasiados complejos. 

Recibían a sus amistades en el lecho, maquilladas, con los cabellos en alegre desorden o sujetos por detrás con una cinta, con una coqueta camisa o camisón muy delgado de seda de mangas largas con botones de diamantes o flores bordadas. Apoyaban su cabeza entre varias almohadas pequeñas y guarnecidas con lazos de cinta y anchos encajes, mientras un cobertor bordado con oro y seda las cubría. Todo improvisado, natural, claro.

He aquí la admirable descripción de una toilette: “Luego cogió un frasco de colorete, y con un pincel se lo puso no sólo en las mejillas, en la barba, en los labios, en las orejas y en la frente, sino también en las palmas de las manos y en los hombros. Dijo que así se pintaba todas las noches al acostarse y todas las mañanas al levantarse; que no le agradaba mucho hacerlo y que de buena gana dejaría de usar el colorete, pero no era posible prescindir de una costumbre tan admitida, y por muy hermosos colores que se tuvieran, era de buen tono parecer pálida como una enferma. Una de sus doncellas la perfumó de pies a cabeza con excelentes pastillas; otra la roció con agua dé azahar, tomada sorbo a sorbo y con los dientes cerrados, impelida en tenue lluvia, para refrescar el cuerpo de su señora. Dijo que nada estropeaba tanto los dientes como esa manera de rociar, pero que así el agua olía mucho mejor, lo cual dudo, y me parece muy desagradable que una vieja que desempeña tal empleo arroje a la cara de una dama el agua que tiene en la boca”.

Entre Dios y la moda

En el siglo XIX las mujeres acomodadas del Río de la Plata se preguntaban lo mismo que hoy frente al espejo: ¿qué me pongo? Y se contestaban con una mezcla de vestidos y abalorios religiosos.

Envolviendo el cuello se ponían una puntilla de hilo bordada con seda roja o verde, con oro y plata; lucían cinturones fabricados con medallas y relicarios y, además, el cordón de alguna orden religiosa. Esos cordones eran de lana blanca, negra o marrón y colgaban desde la cintura, por delante del vestido, hasta la orilla inferior, y tenían  varios nudos en cada uno de los cuales muchas veces colocaban un botón de pedrería. O sea, estaba bien visto que devoción y moda podían reunirse sobre el cuerpo de una mujer.

Mientras las francesas lucían sólo una alhaja, las españolas se desmadraban y se colgaban sin pudor todo lo que tenían: aros, alfileres, anillos, broches de hermosas pedrerías y oro, mucho oro.

“Las damas llevan prendidos en el cuello del corpiño alfileres muy bien adornados con pedrería, y pendiente del alfiler, sujetando su extremo inferior en un costado, una cadena de perlas o diamantes. No usan collares, pero adornan sus muñecas con brazaletes, sus dedos con sortijas y cuelgan de sus orejas largos pendientes excesivamente pesados. No sé cómo pueden sufrirlos. En estas joyas lucen todo lo que les parece bello. Llevan también Agnus Dei y pequeñas imágenes pendientes del cuello y de los brazos”.

Sobre la cabeza, peinada de distintos modos y descubierta, excepto cuando salían a la calle o iban a misa cubierta por una mantilla que a su vez cubrían con un manto grande y envolvente, lucían muchas horquillas rematadas con alguna pequeña joya.

Coquetas y provocadoras, fieles a las modistas y al color negro, devotas de los abalorios (sin son joyas o accesorios carísimos, mejor), la ropa y su uso  parece estar ligado al código cultural y simbólico de las mujeres. Las mujeres de hoy como las de hace siglos saben perfectamente que no es lo mismo, ni para ellas ni para los demás, ponerse “cualquier cosa”. 

Y saben que la única respuesta posible al eterno y agotador ¿qué me pongo? es elegir una prenda, “esa” ropita del más o menos poblado placard que tiene un sentido en sí misma para provocar una reacción específica, para seducir, a quien las mira. 

Patricia Rodón

Construcción de La Estatua de la Libertad (año 1883)


Esta es una fotografía interesante, que muestra a los trabajadores la construcción de la Estatua de la Libertad. La foto fue tomada enFrancia en alrededor de 1883. Los hombres están en el taller almacén parisino de Bartholdi.
Fue en este día en 1885 que la Estatua de la Libertad llegó a Nueva York 

Fuente: OLd Picture of the day

sábado, 29 de junio de 2013

Brindis fatales: entre copas, sexo y venenos. Una historia de amores locos, venganzas despiadadas y grandes negocios.

Sensualidad, misterio, cuerpo y perfume son los atributos del vino. De ahí, que nadie mejor que las mujeres hayan sabido servirse astutamente de esta bebida para amar, seducir y crear pócimas fatales.

Madame Pompadour afirmaba que el champán era la única cosa capaz de embellecer a una mujer.(Foto MDZ / Archivo)


El vino y la mujer parecen complementarse como la copa y los labios. Desde antiguo las damas han estado presentes en la historia del vino, ya sea porque han contribuido a mejorar su calidad o incrementar su consumo, o porque se han valido de él para conseguir sus secretos propósitos.


Dicen las malas lenguas que Roxana, la esposa de Alejandro Magno, harta de las infidelidades del conquistador con sus valientes soldados le hizo beber tanto vino durante un banquete que el gran estratega enfermó gravemente y murió, intoxicado, tres días después.

Las mujeres romanas fueron expertas en el arte de la ponzoña; las amantes despechadas se vengaban de sus parejas envenenando el vino. Muchas de ellas, en lugar de divorciarse suministraban a sus maridos un vaso de leche con una fatal cucharadita de arsénico. 

Las más aventureras los mataban sirviéndose de un retorcido juego erótico: con la excusa de potenciar el placer sexual untaban el pene de su pareja con un lubricante hecho a base de aceite y estramonio. El curioso amante padecía aturdimiento y alucinaciones y finalmente moría. Y no de placer.

Livia, la esposa del emperador Augusto, le enseñó a su descendencia que los asesinatos dentro de la misma familia son útiles para llegar al poder.  Y si eran discretos, veneno en el vino, mejor. Así envió al más allá a una veintena de parientes. Una de sus bisnietas, Agripina, madre de Nerón, se deshizo de sus maridos sin culpa  y el veneno fue su arma más eficaz.

La esquiva Cleopatra conquistó a César con besos y copones de Syrah; luego Antonio cayó en sus redes y en su lecho merced a un encantamiento: le daba de beber vino con una perla disuelta.

Lucrecia Borgia, señuelo sexual de su familia, pasó a la historia, entre otras cosas, porque deslizaba una pócima llamada cantarella en las copas de sus ex amantes y enemigos. Como hija de un Papa, Alejandro VI, se servía de una de las prácticas más frecuentes de la Iglesia en la Edad Media, el uso del veneno como herramienta para llegar o sostener el poder.

Marie Madeleine d’Aubray, marquesa de Brinvillier-La-Motte, le suministró a su padre durante ocho meses la llamada "receta de Glaser", que consistía básicamente en arsénico y sulfato de potasa disueltos en vino. El odiado papá murió, como las decenas de pobres, enfermos y criados con los que practicó. Ya ducha en estas lides, asesinó lentamente a su hermano, a su hija, a su amiga y a otros allegados de la misma forma. Y nunca se arrepintió.

La célebre Veuve Clicquot sería viuda pero sabía muy bien cómo manipular un objeto cilíndrico para lograr un buen resultado e inventó el método champenoise que cambió para siempre el sabor del champagne; más tarde llegarían las muy francesas y  astutas madame Pommery y madame Bollinger para llevar adelante la industria del vino en la Europa del siglo XIX.

Catalina II Rusia necesitaba un heredero; para procrearlo eligió como semental al guapo oficial Sattikoff, lo sedujo y lo alimentó sólo con sexo, champán y caviar; al cabo de un año nacía el nuevo zar. La favorita de Luis XV, madame Pompadour, afirmaba que el champán era la única cosa capaz de embellecer a una mujer y parece que sabía lo que decía.

Sensualidad, misterio, cuerpo y perfume son los atributos del vino. De ahí, que nadie mejor que las mujeres  para usar con inteligencia, maldad y astucia el viejo y sabio poder de la Luna que descansa en cada grano de uva.

Patricia Rodón

Ex Tripulantes del Graf Spee arriban a Mendoza en el Tren Cuyano (andén del FF.CC. Pacífico) (18-03-1940) Mendoza


La imagen es del 18 de Marzo de 1940, en el andén del FF.CC. Pacífico, día en que un grupo de 102 (ciento dos) ex tripulantes del Admiral Graf Spee llegaron en el Tren Cuyano a Mendoza, procedentes de Capital Federal.

Se trató del primer contingente de marinos del acorazado alemán, que por decisión del Poder Ejecutivo Nacional fueron distribuidos en distintos campos de "internación" en Argentina (Córdoba, Rosario, Santa Fé, Isla Marín García, Sierra de la Ventana, Buenos Aires).

la foto es de la colección HUGO OEHLER (ex tripulante de la 4ta. División del Graf Spee).
Gentileza: Hugo Sochi

viernes, 28 de junio de 2013

Cuando sea grande quiero una corona. En la infancia a niñas y niños les contaron el mismo cuento

 El de las princesas y los príncipes. La fantasía femenina de usar un bello vestido largo y una capita de terciopelo busca concretarse a través de los concursos de belleza. No importa sobre qué se reine porque todos saben que no se reina sobre nada.

En nuestro país hay decenas concursos de belleza asociados a una fiesta local, provincial o nacional.(Foto MDZ)


Quizá todo empezó con el cuentito del príncipe azul. A todas las mujeres del mundo les queda muy claro desde la más inocente infancia que los príncipes –esos hombres perfectamente románticos, guapos y con la faltriquera llena de monedas de oro (también se aceptan dólares)- no arriesgan su vida por cualquiera ni andan rescatando de las garras de los villanos a chicas descuidadas o maltratadas por la naturaleza.


Por eso, si no se nació excepcionalmente linda ni en cunita de oro –mueble que siempre facilita las cosas- hay que trajinar mucho en la peluquería, el gimnasio y el consultorio del cirujano para “hacerse” bella, mantenerse atractiva o, en su defecto, acercarse un poco a la que una podría haber sido y no fue. 

Y si se puede conseguir una corona que avale cierto reinado sobre cualquier cosa, mejor. Así, combinando la fantasía femenina de usar un vestido largo y una capita de terciopelo y la masculina de tener a alguien supuestamente frágil a quien proteger (a ellos también les contaron el mismo cuento pero al revés), se inventaron los concursos de belleza.

Desde el dudoso título de Reina del Curso en la escuela primaria al promocionado certamen de Miss Mundo todas las coronas sirven: Reina de la Vendimia, Reina del Carnaval, Reina de la Nieve, Reina del Aceite de Oliva, Reina del Agua Surgente, Reina del Bagre, Reina del Chivo, Reina de la Ganadería, Reina de la Semilla o Reina de la Pesca con Mosca. En nuestro país hay decenas concursos de belleza asociados a una fiesta local, provincial o nacional con nombres más o menos repulsivos, pero a las chicas las truchas, la yerba y la siembra directa no les hacen mella.

No importe sobre qué se reine porque todos saben, las elegidas y los electores, que no se reina sobre nada. El cetro no significa poder, habilidad o talento, sino que es sólo el resultado efímero de una casi siempre “arreglada” elección de la más linda entre las lindas.

Para las candidatas lo importante es el ejército de magos peluqueros y hadas maquilladoras que intervienen su cabeza y su rostro por fuera, la maratón de cursitos a cargo de edecanes para aprender a hablar en una semana y el torbellino de fotos para educar la sonrisa que avasallan su cabeza por dentro con desiguales resultados. 

Lo realmente importante para las contendientes de un concurso de belleza es desfilar en un escenario, mostrarse histéricamente (más aún), competir entre feroces e hipócritas sonrisitas con otras aspirantes a Cenicientas modernas y terminar agitando un cetro con el que sueñan  alcanzar, cual varita mágica, al príncipe azul (también puede ser rojo, verde o celestito, no hay problema) el cual vendrá de inmediato en su rescate.

El problema es cuando la aguerrida soñadora que ha padecido dietas severas, prisión temporal y la punzada lacerante de los chismes de las otras “perras”, resulta elegida Miss Simpatía, Mejor Compañera, Miss Elegancia, Mejor Levantadora del Dedo Meñique o Miss Algo No Muy Importante.

La catástrofe está ahí, delante de sus ojos y de sus boquitas pintadas, pero no importa. Las reinas de verdad se la bancan, respiran hondo, parpadean mucho con sus pestañas tuneadas, sincronizan el brillo del strass de las coronas con el de su sonrisa y juran que nunca más volverán a llorar. 

Patricia Rodón

Historia de la Aviación. El Old Monoplano (año 1909)


Esta Fotografía muestra el monoplano Demoisille, que era lo sufucientemente pequeño para ser transportado en la parte trasera de un coche. La fotografía fue tomada en el año 1909 y captura un momento temprano en la historia de la aviación.

Fuente: Old Picture of the day

jueves, 27 de junio de 2013

Todas las mujeres tienen precio. Te contamos una historia de sexo, religión y muerte.

Muchas mujeres han vendido su piel por comida, por dinero, por ambición. Entre las hetairas griegas y las prostitutas vip de hoy sólo hay diferencias cosméticas. Durante siglos su vida y su vientre eran comprados en tanto que hembras reproductoras. Te contamos una historia de sexo, religión y muerte.

A la mujer se la consideraba sólo en su condición de hembra, de vientre fertilizable, de recipiente reproductor. (Foto oldpicturepostcards.co.uk)


Trofeo y objeto, imán y alimento, escenario de todas las batallas de la pasión, el cuerpo de la mujer ha sido un territorio a tomar, a conquistar y a poseer de múltiples maneras por el hombre. 


Muchas mujeres han vendido su piel desde el principio del mundo por comida, por dinero, por ambición, por miedo. Entre las hetairas griegas o las cortesanas romanas, por ejemplo, y las prostitutas vip de hoy no hay más diferencias que las cosméticas.

Ante el misterio y el temor que despierta el sexo femenino en los hombres, entre la atracción y la prohibición, el deseo y represión, el cuerpo de la mujer ha sido tabú por muchas y muy distintas razones a lo largo de los siglos. 

Cuando los cristianos se convirtieron en árbitros de la moral occidental para ponerle orden al mundo pagano, las mujeres, en tanto su potencialidad de ser madres, pasaron a ser templos caminantes porque su única misión en la Tierra era la procreación y nada más, por las dudas. 

Se la consideraba sólo en su condición de hembra, de vientre fertilizable, de recipiente reproductor, de objeto de placer más o menos santo, entre crucifijos, orgasmos y maratones de amén. 

Por ello, agredir físicamente a una mujer era seriamente castigado en teoría. Pero la pena dependía no tanto de la naturaleza de la agresión sino de la edad de la fémina, de la identidad y condición social del agresor y de la agredida y de la situación en que se produjera el contacto de los cuerpos.

El tocar a una mujer implicaba un delito pagano, que actualizaba la desnudez en su significado sexual y genital y que comprometía la concepción cristiana del cuerpo que la naciente iglesia se empeñaba en forjar.

Hacia el año 500 un rey franco llamado Clodoveo I dictó las famosas leyes sálicas que, entre otras cosas, excluía del trono “a las hembras y a sus descendientes”. 

Esta astuta ley llena de artimañas para manipular las dinastías, que se extendió a toda Europa y fue derogada recién en ¡1979! en Suecia, decía que si un hombre  tocaba la mano de una mujer sin su consentimiento tenía que pagar una multa de 15 sueldos; 30 si el rozamiento se producía en el brazo entre la zona de la muñeca y el codo, y si el toqueteo alcanzaba los senos, 45 sueldos. El agresor tenía que pagar la misma multa si en un arranque de ira, le cortaba el cabello el cual debía conservarse intacto, o sea, largo, porque era un símbolo de salud y juventud.

Lejos de cualquier práctica incipiente del ejercicio de derechos humanos, lo que esta ley escondía era favorecer los nacimientos, poblar pueblos y ciudades porque las tasas de mortalidad eran altísimas gracias a las guerras feudales, las tozudas Cruzadas y las epidemias. La misión de las mujeres era fabricar soldados que se incorporaran a los ejércitos y vaginas que hicieran más llevadero el peso de las espadas.

El cuerpo femenino era por tanto tabú y tocar a una mujer equivalía a atentar contra la vida. La mujer y el hombre no podían quedarse desnudos más que en el lecho, allí donde tenía lugar la procreación. De allí que la cama y que lo sucedía en ella fuera sagrado, lejos del éxtasis pero en busca del esquivo paraíso, claro.

La tarifa de la muerte

El hombre que matase a una mujer joven y libre en edad de procrear tenía que pagar 600 sueldos, mientras que si la mujer asesinada estaba ya en la etapa de la menopausia, sólo tenía que abonar 200.

Si se la hería estando embarazada y fallecía, el agresor era penado con 700 sueldos de multa, pero sólo con 100 si el bebé moría a consecuencia del aborto subsiguiente.

Como parece que era una práctica habitual matar a las chicas porque se resistían a tener sexo con un pariente maloliente,   porque al guisado le faltaba sal o porque miraban a otro hombre hacia el año 700 se promulgó un suplemento de la ley sálica que decía que en adelante habría que pagar 600 sueldos por el asesinato de una mujer encinta más otros 600 si el niño muerto iba a ser un varón.

Como vemos, el feminicidio era tan frecuente como hoy y el castigo real al asesino, si lograba comprobarse, solamente económico.

En el mercado medieval de la carne un niño de menos de 12 años costaba 600 sueldos; una niña de la misma edad, sólo 200. La jerarquía era muy clara: en la base, la niña y la mujer mayor incapaz de concebir; en el medio, el muchacho; y arriba, la mujer encinta. O sea, lo mejor era estar embarazada.

Como esta condición era envidiable y brujas ha habido siempre, la misma ley penaba con 62 sueldos a toda mujer que proporcionara a otra una poción mágica de hierbas abortivas. 

Está claro que a la mujer no se la tomaba en cuenta como persona, sino que todo su valor estaba puesto en su capacidad reproductora. La hipócrita religiosidad cristiana en los hombres y el instinto de supervivencia en las mujeres convergían en un solo mandato: tener hijos, muchos hijos. La historia está llena de ejemplos de decenas de reinas que fueron repudiadas porque no daban a luz hijos varones. 

Y era justamente esta condición de tabú “procreador” del que era objeto el cuerpo de la mujer, la que lejos de cualquier connotación de placer sexual, las condenaba y las salvaba al mismo tiempo. Era su precio.

Patricia Rodón

Hotel y Balneario. El Borbollón. (año 1936)



Parte de los 14 Kilómetros que le separan de la ciudad de Mendoza se efectuaban por camino asfáltico, que conduce a la base Aérea Militar Los Tamarindos, (actual aeropuerto El Plumerillo). 
El Hotel estaba dotado de muy buenas instalaciones y era el lugar preferido durante el verano para cenar por la frescura del lugar. Tenía varias piletas de natación, el agua de las piletas era de pozos surgentes perforados en el mismo lugar 
El descubrimiento de las aguas surgentes de El Borbollón, fué obra de la naturaleza. Por efectos del terremoto del 20 de Marzo de 1861 brotaron allí numerosos ojos de agua potable.
El agua Imorotí, conocida en Mendoza por esos años proviene de un pozo próximo a los baños de El Borbollón. 

miércoles, 26 de junio de 2013

De la piel y otros demonios. Historias de estrellas del pop, geishas, reinas, sexo, baños y perfumes.


En la Edad Media hombres y mujeres concurrían a los "baños árabes" movidos por el sexo. (Foto ciudadbarcelona.olx.es)


Cuando Marilyn Manson se mira en el espejo no piensa en la ardua tarea de las prostitutas griegas para blanquear su piel. Tener una tez blanca parece haber sido desde siempre en muchas culturas el mandato más importante en materia de belleza.


Hoy las estrellas del pop y del rock, las nuevas afroditas, ménades y monstruos, desde Madonna a Kylie Minogue, pasando por Evanescence, Kiss y Tokio Hotel perpetúan el rito de construir una apariencia de blancura sobre sus rostros. 

En estos tiempos de rayos UV asesinos no hay protector solar que alcance para cuidar el color que la genética dio a la piel, porque cuando el barro se secó, aclarándose, en el rostro del primer hombre o de la primera mujer, nacieron las máscaras blancas remitiendo a la magia, la pureza y la muerte.

Pero mientras Lady Gaga se empolva hasta los huesos, Cristina Aguilera es adicta a las pantallas faciales y Michael Jackson hacía lo que podía con una batería de productos químicos más cercanos a la lavandina que a la cosmética, las hetairas griegas la tenían clara, literalmente hablando.

Ellas pasaban la noche con el rostro cubierto con una máscara de albayalde (carbonato básico de plomo de color blanco) y miel. Al levantarse se lavaban la cara con agua fría y volvían a embadurnarse con otra capa de albayalde diluido que, procedente del árabe al bayad, es decir, blanco, blancura, también se llamaba “blanco de plomo”, “cerusa” o “blanquibolo”. 

Esto les daba a sus semblantes una blancura que hoy consideraríamos propia de una grave enfermedad, un incipiente intento de maquillaje de mimos y estatuas vivientes o simple look de  vampiros de entrecasa. 

Sabido es que la leche de burra gozaba de gran predicamento en la antigüedad y que las mujeres que podían pagarlos no se privaban de algunos litros de este producto antiage para usarlo en su toilette diaria.  

Los baños de Popea fueron célebres porque eran verdaderas orgías lácteas. La coqueta y malvada esposa de Nerón, quien en sus viajes se hacía seguir por un rebaño de trescientos animales que eran ordeñados cada mañana, se sumergía en una tina de plata llena de leche de burra y se pasaba allí más de tres horas diarias planeando algún asesinato.

Cleopatra, una femme fatale ilustrada, escribió un tratado de belleza en el que recomendaba bañarse en la leche de este animal mezclada con miel para mantener la suavidad de la piel y darle un aspecto lánguido, pálido y luminoso. Y su receta de body milk no estaba equivocaba, ya que tanto la leche como la miel tienen propiedades nutrientes e hidratantes.

Otra de las sustancias blanqueadoras de la piel muy utilizado por las damas romanas era la lanolina. Se sacaba de la lana de las ovejas y se la perfumaba para enmascarar su desagradable olor original. A veces las mujeres se excedían, igual que ahora, y claro, capas de afeites y polvos sobre la cremosa y pegajosa lanolina convertían sus rostros al cabo de unas horas en cuarteadas paredes de yeso. 

En Bizancio la receta blanqueadora era el uso de un ungüento a base de pepino machacado y excrementos de estornino; la mezcla parece que resultaba muy hidratante, pájaros incluidos.

Una de las singularidades de las geishas japonesas es su laborioso maquillaje blanco, compuesto por aceites y polvos blancos disueltos en agua y aplicados con infinita paciencia y estricta geometría con una brocha de bambú.

La Edad Media fue bastante sucia, la higiene personal era una idea extraña, pero de vez en cuando hombres y mujeres se bañaban y cuando decidían hacerlo lo hacían en serio y en grupo.

Concurrían a unos establecimientos llamados “baños árabes” en los que de día y de noche, se mojaba, masajeaba, untaba y depilaba a los clientes. Como quienes concurren a las casas de masajes de hoy, los asistentes no estaban movidos por afanes puramente higiénicos sino por el sexo (que también es muy higiénico en el sentido médico del término).

Los mentados baños árabes eran una combinación de los baños romanos, las tradicionales piletas japonesas (donde hombres y mujeres se bañan juntos) y los modernos spa “calientes” de hoy.

Obviamente, este rejunte de carne masculina y femenina, con tantos senos, vientres, espaldas, piernas, entrepiernas y sexos sueltos y contentos, apenas ocultados por una leve capa de agua tímidamente jabonosa, fue sistemáticamente combatido por la cada vez más poderosa Iglesia católica en toda Europa. Y así la gente empezó a bañarse menos, a enfermarse y a perfumarse más. 

Los cultivadores de flores franceses vieron el negocio y, proscripta el agua, montaron en sus matraces la industria de los aromas que mantiene desde hace siglos a todos los hombres y mujeres del mundo atrapados en un perfumado cautiverio.


Patricia Rodón

Las trabajadoras del algodón (año 1909)


Esta fotografía muestra a un grupo de chicas jóvenes que trabajan en una fábrica de algodón. La foto fue tomada en alrededor de 1909 en Georgia. Trabajo en una fábrica de algodón habría ascendido a poco más que un taller en este momento. Es increíble cómo muchas de estas chicas consiguen una sonrisa para la cámara.


Fuente: Old Picture of the day

martes, 25 de junio de 2013

Adictos al espejo. “Espejo, espejito, ¿quién es la más bella del reino?”


"Joven mujer frente al espejo", de Edgar Degas (1889). (Foto pintura.aut.org)


Nadie sale de su casa sin haberse mirado, comprobado y afirmado en su pulida superficie. Todos dependemos de él para verificar nuestro aspecto y algo de lo que dejan salir los ojos entre los horarios de trabajo, las múltiples tareas de cada día y lo que realmente somos, o creemos que somos.


Cuando la malvada bruja, enemiga número uno de Blancanieves, se miraba en el espejo mágico y le preguntaba: “Espejo, espejito, ¿quién es la más bella del reino?”, y el astuto espejo le contestaba: “Eres tú, mi reina”, no hacía otra cosa que repetir uno de los gestos rituales más antiguos del mundo.

Desde que las aguas un estanque le devolvieron a Narciso su hermosa imagen atrapándolo para siempre en la contemplación de sí mismo, hombres y mujeres han tenido un espejo en la mano, ya sea para regodearse y alimentar las pequeñas vanidades que le devuelve la imagen como para controlar los avances del arenoso tiempo sobre el cuerpo.

No es suficiente la imagen que los otros nos proporcionan de nosotros mismos, de ahí que desde antiguo la gente se haya mirado en superficies pulidas de metal, latón, de azogue, de vidrio.

Los retratos y los autorretratos que signan la historia de la pintura no son otra cosa que una indagación acerca del otro o de uno mismo. Son un espejo quieto.

No es casual que fueran los venecianos, maestros en el arte del ocultamiento y del disfraz, quienes perfeccionaran los espejos en el siglo XVI y lo exportaran al resto del mundo con su correspondiente valor agregado de narcisismo y sensualidad. 

Como su costo era muy elevado, durante siglos sólo hubo un espejo en cada casa y estaba ubicado en el lugar más privado de la misma, en el baño, donde el rostro y el cuerpo, liberados de los artificios del maquillaje, la peluca, las fajas, los corsets, podían abandonar la apariencia social, la máscara pública para contemplarse desnudos en su plenitud o decrepitud.

Sólo a comienzos del siglo XX los espejos se abaratan, se multiplican y su uso se generaliza en todas las clases sociales, no ya como un artículo suntuario sino como una necesidad básica.

Su diseño y localización en los hogares cambia, sale del ámbito del baño o del vestidor y pasa al dormitorio y al salón. 

Con ello comienza a determinar conductas que tienen que ver con una nueva actitud ante al cuerpo: el gozo del aseo, los placeres del baño, la apariencia de salud, los secretos compartidos del sexo.

Las mujeres pasamos, como mínimo, alrededor de dos horas diarias frente al espejo, pintándonos, controlando la piel o el cabello o decidiendo qué nos vamos a poner para salir a la calle, decidiendo qué atuendo nos queda mejor de acuerdo a la tarea que tenemos que desarrollar. 

Obviamente, cuando vamos a comprar ropa o cuando nos resignamos a pasar horas en la peluquería el tiempo ante esa superficie fría, honesta y brutal se extiende más.

Los hombres, cada vez más coquetos, pasan alrededor de una hora por día en los mismos menesteres. 

En la era de la cirugía estética, de las mujeres adictas a la silicona, a los quirófanos donde se estira, se rellena y se corrige la piel, donde un bisturí administra huesos, grasa y pelos, el momento del espejo es el de una confrontación deseada y temida al mismo tiempo. Ante la imagen que devuelva los ojos sonreirán, inseguros, o buscarán, velados, el indicio de lo que falló.

La personalidad termina de construirse en tanto conocemos nuestro cuerpo y los detalles de nuestro cuerpo. Aunque siempre dependemos de la aprobación de los demás, antes de exponernos hacemos lo posible para que la opinión del otro nos favorezca. Aunque con dispares resultados, trabajamos para embellecemos.

Aliado o enemigo, espía o cómplice, socio o traidor, el espejo se convierte todos los días en el escenario de nuestra íntima batalla con nosotros mismos. 

Pero, curiosamente, el único lugar donde nadie llora es ante un espejo.


Patricia Rodón

lunes, 24 de junio de 2013

La mirada que desnuda. De flirteos, levantes, salidas y romances.


La mirada que desnuda es propia del vocabulario emocional femenino. Sólo las mujeres perciben este tipo de mirada desde que son niñas. (Foto MDZ / Archivo)


El vocabulario de hombres y mujeres cambia al nombrar la intensidad emocional de amantes. Los hombres hablan de flirteo, polvo, encamada, calentura, donjuanismo, adicción sexual, amistad amorosa, romance, relación duradera y affair final.
Las mujeres empiezan con la mirada que desnuda, flirteo, el accidente, levante, aventura, amorío, adicción sexual, amistad amorosa, romance, relación duradera y affair final.


La mirada que desnuda es propia del vocabulario emocional femenino. Sólo las mujeres perciben este tipo de mirada desde que son niñas y sólo ellas lo comentan. Lamentablemente, y con mucho más frecuencia de lo que se cree, el abuso (por parte del padre, de un tío, de un abuelo o de un allegado a la familia) es lo que sigue a esta mirada. Esta mirada se pasea por el cuerpo de la mujer, lentamente, de arriba abajo, de abajo arriba; las mujeres se sienten evaluadas. Por su parte, los hombres no advierten estas miradas de las mujeres, pero sí un brillo especial en los ojos y una sonrisa sutil pero insinuante. 

El flirteo es el cortejo básico para cualquier relación amorosa. Las maniobras son universales y hombres y mujeres envían señales físicas, realizan gestos específicos e inconscientes que promedian al tocar al otro. Casi siempre esta iniciativa proviene de la mujer. El mensaje es claro y la recepción inmediata: si el otro vacila, la seducción terminó, pero si sonríe o retribuye con otro contacto deliberado, es el comienzo del juego. 

Los episodios que quedan en la memoria femenina a la perfección son los levantes, cuando una mujer se viste para “matar” a un hombre, y claro, lo consigue.  Para hombres y mujeres, “echarse un polvo”, coger, follar, fifar, “tirarse una cana al aire” no tiene la menor connotación amorosa y suele ser asunto de una noche, o menos.

Un hombre tendrá varias “encamadas” con una mujer a lo largo de un año o de varios años. Una mujer no usa este término, prefiere el de “aventura”, y puede prolongarse unos meses.


Un hombre no “sale” un año o más con una mujer con la cual está "caliente". El dirá que “está saliendo” sólo si, además de tener sexo, sale literalmente a la calle con esa mujer, van a restaurantes o al cine, por ejemplo. Para un hombre “salir” tiene un matiz de estabilidad, cosa que no se aplica en el caso de la calentura.

La mujer en cambio dice que “sale” o que está “viendo” a alguien cuando está teniendo sexo con ese alguien. No usará el término calentura para referirse a la relación que está manteniendo desde hace dos o tres meses, dirá que tiene un amorío. En este caso, ni el hombre ni la mujer están enamorados, pero hay una cierta cuota de afecto entre ellos.


En el donjuanismo, masculino o femenino, los seductores no ponen en sus múltiples relaciones ninguna intensidad emocional, no tienen el menor deseo de intimidad o de cercanía con sus amantes. Es sexo puro. El otro es un objeto funcional al deseo. 

La amistad amorosa se da entre un hombre y una mujer que han compartido relaciones sexuales, las cuales un día decidieron finalizar. Quedaron amigos, guardan un grato recuerdo de su historia en común, se comunican o se ven con frecuencia. Atesoran la complicidad, se cuentan todo acerca de su presente y de sus actuales parejas, y el flirteo no está ausente. 

El romance es la relación demoledora. El matrimonio, si el enamorado está casado o casada, pierde interés y puede convertirse en una relación duradera. Es una intensa relación amorosa que puede terminar en el affair final, es decir, en una amorosa oferta de convivencia o de casamiento. O en un áspero pedido de divorcio.


Patricia Rodón

Trabajador en Poste telegráfico (año 1862)


Esta fotografía se hizo en aproximadamente 1862. Muestra un trabajador reparar una línea telegráfica. El telégrafo era una herramienta de comunicación fundamental en la Guerra Civi de EEUUl.Observe que el trabajador lleva botas claveteadas, lo que le permitió subir al poste.

Fuente: Old Picture of the day

domingo, 23 de junio de 2013

Bellas, simpáticas y gauchitas. La belleza no es inherente a una obra de arte o a una persona sino que está en nuestra mente.


No es posible distinguir un ideal estético único. (Foto victorianpostcards.com)


A diferencia de los siglos anteriores, durante la última mitad del siglo XX y esta década del XXI todos parecemos seguir los modelos de belleza propuestos por las revistas de moda, por el cine, por la televisión, es decir, por los medios de comunicación de masas. Se trata de los ideales de belleza del mundo del consumo comercial.



En su monumental ensayo Historia de la belleza, Umberto Eco destaca que el cine propuso en los mismos años “el modelo de mujer fatal encarnado por Greta Garbo o por Rita Hayworth, y el modelo de "la vecina de al lado" personificado por Claudette Colbert o por Doris Day. Presenta como héroe del Oeste al fornido y sumamente viril John Wayne y al blando y vagamente femenino Dustin Hoffman. Son contemporáneos Gary Cooper y Fred Astaire, y el flaco Fred baila con el rotundo Gene Nelly”.

Es decir, que los medios ofrecen modelos de belleza tanto para los dotados naturalmente como para la proletaria de formas opulentas. “La esbelta Delia Scala constituye un modelo para la que no se corresponde con el tipo de la exuberante Anita Ekberg; para el que no posee la belleza masculina y refinada de Richard Gere, existe la fascinación delicada de Al Pacino y la simpatía proletaria de Robert De Niro”, anota el experto.

No se trata de presentar un ideal único de belleza: de la exuberante Mae West a la peligrosa anorexia de muchas modelos de pasarela, de la belleza de Naomi Campbell a la cara lavada al estilo de Julia Roberts; de un Rambo y un George Clooney, de un galán argentino como Joaquín Furriel a un emo adolescente, para Eco ya no es posible distinguir un ideal estético único, pues estamos ante un “sincretismo total, al absoluto e imparable politeísmo de la belleza”.

De ahí que cuando nos detenemos frente a una obra de arte, podamos disfrutarla o no porque la belleza no es inherente a la obra de arte sino que está en nuestra mente, en nuestros de ojos de espectador atiborrado de influencias, saberes y prejuicios.

De la misma manera, cuando nos miramos al espejo nos hallamos más o menos bellos o feos, atractivos o misteriosos, hermosos o pasables, “normales” o “de poster”,  divinos o gauchitos, encantadores o simpáticos, puesto que nuestra subjetividad está cargada de valoraciones que tienen que ver con el gusto propio, pero también con la autoaceptación asociada al humor, lejos ya de los mandatos tradicionales, de los modelos del arte y de los medios y más cerca del bienestar emocional.


Patricia Rodón

sábado, 22 de junio de 2013

Las mujeres que leen son peligrosas. Durante siglos se dificultó de mil maneras el acceso de la mujer a la lectura.


Las mujeres que leían eran sospechosas porque leer podía minar la valorada sumisión femenina.(Foto bne.es)


Alguna vez te has preguntado por qué cientos de artistas, desde Miguel Ángel Buonarroti a Edgar Hopper han tomado como tema a una mujer leyendo. ¿Qué hay detrás de esas representaciones de una mujer con un libro en la mano?
¿Qué está leyendo María en las anunciaciones representadas por Pietro Cavallini, en 1291, Simone Martini y Lippo Memmi en 1333, Melchior Broederland en 1393, Robert Campin, Maestro de Flémalle en 1420, Rogier van der Weyden en 1440, Fra Angelico en 1440, Filippo Lippi en 1445, el pintor anónimo de Aix en 1445, Petrus Christus en 1452, Leonardo da Vinci en 1472, Hans Memling en 1489, Sandro Boticelli en 1489-90, Matthias Grünewald en 1515? En todas estas obras se da por sentado que María sabía leer, en todas es sorprendida, mejor dicho interrumpida, por el ángel en plena lectura (para ver las imágenes hacé clic aquí).
¿Era María peligrosa, es decir, especial, porque dominaba el arte de las letras? ¿No era ni la tan inocente, ingenua, sufrida, sumisa y tonta que la Iglesia se empeñaba en invocar? ¿Era inteligente porque leía, pensaba y por lo tanto podía decidir por sí misma?
Entre estas imágenes modélicas, ideales, de la Edad Media y el Renacimiento hasta mediados del siglo XVIII, pasaron los hombres con su pesada carga de miedos, prejuicios y estupidez: mantuvieron a las mujeres en el analfabetismo, vigilaron a las aprendían a leer para que lo hicieran lo menos posible y las censuraron para que leyeran los libros que ellos consideraban una lectura “apropiada”. Las mujeres que leían eran sospechosas porque leer, es decir, pensar, podía minar una de las cualidades “femeninas” que los hombres más valoraban (y valoran): la sumisión.
Durante siglos se dificultó de mil maneras el acceso de la mujer a la lectura y se le prohibieron los libros. En 1523, el humanista español Juan Luis Vives aconsejaba a los padres y maridos que no permitieran a sus hijas y esposas leer libremente. “Las mujeres no deben seguir su propio juicio, dado que tienen tan poco”, señalaba el “sabio”.
El entusiasmo por la lectura que se despertó en el género femenino a partir del siglo XVIII fue visto como una amenaza social y una prueba de la decadencia de las costumbres de la época. Tradicionalmente relegadas a un rol secundario y pasivo, las mujeres encontraron en la lectura una puerta que no sólo les permitía huir de la mediocridad de su vida, sino un verdadero acceso a otros mundos: el conocimiento, la libertad y la independencia personales. Además, las mujeres que escribían hasta hace poco más de 100 años se veían obligadas a ocultarse detrás de seudónimos masculinos.
Según las estadísticas sobre cantidad y calidad de lectura, hoy el ochenta por ciento de los lectores son mujeres. En los últimos 50 años el terreno que ha ganado la mujer en la escritura es abrumador. Había, hay, mucho por escribir después de tantos siglos de silencio. Es evidente que la lectura ha contribuido en todas las latitudes y en todos los aspectos sociales, económicos y políticos a la emancipación de la mujer.
¿Las mujeres que leen son peligrosas? Pueden serlo para los hombres que se sienten amenazados ante la independencia vital e intelectual femeninas y pueden serlo para sí mismas dependiendo del tipo de libros que consuman (chicas, la autoayuda no ayuda).
En lo personal, me dan más “miedo” las mujeres que no leen.
Fuente: Las mujeres, que leen, son peligrosas, de Stefan Bollmann. Prólogo de Esther Tusquets. Madrid, Ediciones Maeva, 2006.

Patricia Rodón