Había nacido en 1797 en la Ciudad de Mendoza. Se casó en 1823 con Tomás Godoy Cruz, que fuera colaborador fiel de San Martín, congresista en Tucumán, gobernador de Cuyo y extraordinario hombre público. Este hombre ocupado en tan importantes asuntos, dejó en manos de su joven y voluntariosa mujer los temas sociales y muchas veces los patrimoniales. Luz, como toda dama formada en los cánones del hogar patricio, se dedicaba a la beneficencia y a las relaciones públicas, donde podía lucir tanto su opulencia como su encantador estilo. Sus fiestas y saraos, sus modas y desplantes eran el vivo comentario de aquel ambiente mundano mandado a hacer a su medida. La vida de relación, en constante movimiento y rutilantes fiestas, eran su razón de ser. El matrimonio Godoy Cruz tuvo dos hijos: Juan Bautista y Aurelia, que fueron atendido por un séquito de sirvientes y criados a los que Luz supervisaba con imperio. Don Tomás, dedicado exclusivamente a la cosa pública, se fue distanciando de las actividades de su esposa. Con el tiempo, su hija Aurelia, convertida en una joven encantadora, aprendió a cantar y tocar el piano con gracia y justeza acompañando a los “habitués” que acudían a las reuniones. Era muy común que se invitara y halagara a los forasterios con buena estampa y a la moda en sus hogares. Uno de esos forasteros de paso a Chile fue Federico Mayer, medico recién recibido, apuesto y joven. El joven era primogénito de un oficial inglés, John Andrew Mayer, perteneciente al aristocrático cuerpo de Guardias Reales que había llegado al país para trabajar junto a Rivadavia en su obra de gobierno. El joven conoció a Aurelia y en 1851 se casó con ella en medio de fiestas, despedidas, homenajes y demostraciones. Mientras la familia daba muestras de una radiante felicidad, decaía la salud del dueño de casa. Al cabo de un año Aurelia decidió espaciar su presencia en casa de sus padres, alejándose a ojos vistas de la influencia de su madre. El 15 de mayo de 1852, al atardecer, doña Luz, acompañada de su hermana Francisca, atendían a los invitados que llegaban a una reunión programada. Todo prometía brillo y alegría, música, canciones, exquisitos bocados, amena charla y jugosos comentarios que durarían hasta la madrugada. En el cuarto más alejado yacía don Tomás. Al ser asistido por una de las criadas, esta lo vio exhalar el último suspiro. Cuando, entre el susto y las lágrimas, la mujer se lo fue a contar a su patrona, Luz estaba en lo mejor de la fiesta. Una expresión de fastidio cambió su cara al enterarse del hecho. Sin dudar un instante impartió la orden terminante: todo debía continuar normalmente. Mañana se daría la noticia y si alguien del personal demostró algún pesar, la señora se encargó de pronunciar algunas oportunas amenazas. Siguió el baile y la algazara tan animada como antes. Muy pocos se enteraron del deceso. El distinguido hombre público fue sepultado sin que le diera la importancia que realmente tuvo social y políticamente. Doña Luz guardó compostura y luto prudente. Cerró su casa y ordenó redecorar los salones pensando en el futuro. Después de esto la relación entre Aurelia, su esposo y Doña Luz se fue agravando al punto de los celos y el odio. En una calurosa noche de marzo de 1853, el matrimonio Mayer salió de la casa de don Melitón Gómez, quien vivía a unas cuatro cuadras de la finca de Aurelia. Allí doblaron hacia la izquierda en donde había un callejón oscuro y apresuraron la marcha. Aurelia comentó que tenía un poco de miedo, pero Federico le contestó que estaba armado. Él le preguntó si quería doblar hacia la otra calle, cuando de repente aparecieron desde la oscuridad dos hombres que venían del lado opuesto, en mangas de camisa y con sombreros. Estos individuos se enfrentaron al matrimonio. Los malhechores fueron a buscar a Federico, le asestaron varias puñaladas y lo remataron con dos tiros en la cabeza y el pecho. A pesar de los esfuerzos de Aurelia por defenderlo, nada pudo hacer, y los dos asesinos huyeron corriendo. El cuerpo de Mayer estaba en el suelo y su esposa trató de auxiliarlo; la sangre brotaba por doquier. Desesperada, corrió hacia la casa de Nicolás Villanueva, en donde salieron con dos peones armados para auxiliarla. Al llegar estos, Aurelia llamó a un médico, dándole por seña un pañuelo ensangrentado. Pero ya era tarde, Federico murió desangrado. No hubo mayor socorro para la pareja: fueron a buscar al Juez de Paz, pero no pudo asistir por no tener un caballo en que llegar. Después de un tiempo la policía atrapó a los asesinos Esteban y Martiniano Sambrano, cuando trataban de escapar hacia Chile. Los sospechosos confesaron luego que habían sido pagados por la señora Luz Sosa de Godoy Cruz para cometer el horrendo crimen. Inmediatamente fue llamada, y ella se declaró culpable de aquellos hechos. Al mes y medio de ese mismo año, el juez Palma dictó la sentencia contra los asesinos del doctor Federico Mayer Arnold. En los fundamentos de la sentencia, el juez explicó la participación que habían tenido los reos Esteban, Martiniano Sambrano en ese homicidio, y sostuvo que la señora Luz Sosa, madre política de Federico Mayer, fue la instigadora del crimen. “Ella les proveyó las armas para cometer el delito y encargó su ejecución”, narró. A todo esto se sumó, el agravante de haber puesto en peligro la vida de su propia hija, quien acompañaba a la víctima cuando fue atacado. El magistrado dictó la sentencia y los hermanos Sambrano y Luz Sosa fueron condenados a la pena de muerte por fusilamiento. Cuando todo hacía presumir que la sentencia del juez Palma era irrevocable, inesperadamente fue apelada y un tribunal compuesto por Leopoldo Zuloaga, Baltasar Sánchez y Clemente Cárdenas conmutó la pena de muerte de los Sambrano por diez años de cárcel. A Luz Sosa se le revocó la sentencia y se le impuso una multa de dos mil pesos, para la construcción de la cárcel. Una vez cancelada la multa, Luz Sosa viuda de Godoy Cruz, recuperó la libertad. En tanto Aurelia Godoy se refugió al amparo de su cuñada cuando su madre fue encarcelada. A los días de asesinado pudo enterrar a su marido y mientras doña Luz estuvo encerrada, viajó a Buenos Aires en forma definitivamente desoyendo los ruegos de su madre que le pedía perdón. Doña Luz, luego de un tiempo eclipasada, volvió a su casa demostrando que estaba muy lejos de quebrantarse. Peleó con su hijo Juan Bautista el reparto de la herencia y siguió dando fiestas a las amistades que tuvieron el coraje de acompañarla sin hacer ascos de su conducta, ni aún cuando su hijo murió misteriosamente. Parecía que una gran cantidad de dinero y una gran dosis de olvido eran lo esencial para seguir brillando. Hasta que llegó el 20 de marzo de 1861, en que Mendoza, fue virtualmente arrasada por el peor terremoto que la adolara. De los doce mil habitantes que la poblaron quedaron siete mil. La suntuosa residencia de Luz, en la que se realizaba una de las fiestas que daban que hablar, también se desplomó sobre su anfitriona. Al otro día, una mujer que iniciaba su obra de caridad para con los damnificados la encontró bajo la mampostería que le destrozara el pecho. En el medallón que colgaba ensangrentado de su cuello, estaba la miniatura de un caballero de ojos claros y pelo rubio. “Es el Dr. Mayer”, reconoció un camillero que trasladara victimas.
Bibliografía: Archivo Histórico de Mendoza, carpeta 232-416
PALOMBA, María Laura. Doña Luz Sosa. En Todo es Historia, N° 31
BALMACEDA, Daniel Romances turbulentos de la historia
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