martes, 30 de octubre de 2018

La oposición saboteadora en Argentina.


Por Luciana Sabina Historiadora. 
Bernardino Rivadavia tenía en sus manos un país fundido, en guerra y al que debía reunificar. frente a él no sólo estaba Brasil.
Hacia 1821 Brasil anexó a su territorio la Banda Oriental, rebautizándola como Provincia Cisplatina. En setiembre del siguiente año -al independizarse de Portugal- el país vecino se transformó en un imperio gobernado por don Pedro, hijo del rey luso Juan VI. Esto generó rechazo en diversas regiones, incluido Uruguay. Los cabildantes montevideanos solicitaron entonces ayuda económica al gobierno de Buenos Aires, a cargo del gobernador Manuel Rodríguez. Debido a una insalvable situación económica la respuesta fue negativa. Sin embargo, Buenos Aires presentó apoyo a través de una protesta formal. 
Tres años más tarde un grupo de uruguayos se trasladó a Montevideo desde tierras bonaerenses para promover una sublevación. Eran los famosos "treinta y tres orientales", guiados por Juan Antonio Lavalleja. De regreso pidieron que se incorporara la Banda Oriental al actual territorio argentino. Por entonces Las Heras había sucedido a Martín Rodríguez y bajo ningún aspecto deseaba involucrarse en tamaña situación. Sin embargo, la voz opositora de Manuel Dorrego se alzó a favor. Tamaño desvarío tuvo eco en el Congreso y en una sociedad entusiasmada con ayudar a los uruguayos, sin medir nuestras posibilidades reales de poder hacerlo. Ante estas y otras claras señales de apoyo al grupo rebelde, Brasil nos declaró la guerra el 25 de octubre de 1825. 
Mientras esto sucedía, Bernardino Rivadavia regresaba a la Argentina. Su viaje a Inglaterra había sido una total pérdida de tiempo, especialmente porque no pudo concretar los negocios que se había propuesto en torno a la minería. 
Debido a las tensiones que generaba la guerra, fue sancionada la Ley de Presidencia. Días más tarde, en febrero de 1826, Rivadavia se convirtió en nuestro primer presidente. Dorrego y Manuel Moreno -hermano de Mariano- criticaron, acertadamente, la desprolijidad del acto: era institucionalmente aberrante dictar la Ley de Presidencia antes de promulgar la Constitución, que recién se sancionó meses más tarde. Desde su banca de diputado Dorrego criticaba la solución que Rivadavia daba a un problema al que él mismo nos había llevado, en gran medida. Cualquiera que haya escuchado los discursos del bloque kirchnerista en el Congreso, durante el tratamiento del presupuesto 2019, puede entender de qué hablamos.   
Dorrego no se detuvo allí. Mientras el gobierno central se preparaba bélicamente, visitó a los caudillos en las provincias convenciéndolos de oponerse y no colaborar. 
Bernardino Rivadavia tenía en sus manos un país fundido, en guerra y al que debía reunificar. Frente a él no sólo estaba Brasil, sino también una oposición saboteadora que solo velaba por sus intereses. Los costos de esta inmadurez política no sólo cayeron sobre el presidente, también sobre el pueblo y el mismo Dorrego, quien terminó siendo fusilado en Navarro cuando las tropas regresaron de aquella masacre sin sentido. 
Ante estos mecanismos de vigente tradición y larga data es válido preguntarse: ¿será que alguna vez el circo inoperante y absurdo que montan algunos de nuestros políticos acabará?

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