Guillermo Isidoro Larregui Ugarte nació en Pamplona el 27 de noviembre de 1885 en el barrio de la Rochapea y llegó a Buenos Aires con solo quince años en 1900. En los primeros tiempos trabajó como marino hasta que se trasladó a la Patagonia para trabajar como peón en una multinacional petrolera norteamericana en la que estuvo hasta 1935.
Ese año, durante una reunión con amigos hizo una apuesta que le cambió la vida y que lo convirtió en uno de los personajes más excéntricos y famosos de la Argentina. “Nos hallábamos reunidos con varios amigos comentando los récords deportivos. Yo les decía que no siempre el ruido que se hace en torno de una prueba deportiva guarda relación con el esfuerzo”, comentó Larregui a Ecos Diarios (Necochea, Pcia. de Buenos Aires) durante su visita. “Yo me animaría, les dije, a cruzar toda la Patagonia a pie y a ir hasta Buenos Aires con una carretilla. Lo tomaron a broma y uno de ellos me trajo una carretilla. Luego, cuando vieron que yo me disponía a emprender el viaje y que la cosa iba en serio, se sorprendieron”, agregó.
Y así lo hizo; después de un año y dos meses en los que ha recorrido 3.400 kilómetros, el 25 de mayo de 1936, ingresó en la Capital Federal en medio de un recibimiento del que participaron altas autoridades políticas nacionales. En los salones del diario Crítica dio por finalizado su raid. Dicho periódico publicó una entrevista ilustrada con fotografías del campamento de Larregui montado en el recibidor del diario. “He llegado por que soy vasco –decía Larregui-; soy vasco y tenía que llegar. Por eso pude terminar el viaje. Cualquier otro se hubiera quedado en las primeras etapas, ¡yo no! Había prometido hacer este viaje y lo hice. Me agradaría dar la vuelta al mundo empujando mi carretilla. Me sobran fuerzas y voluntad, para eso soy vasco. Pero me faltan recursos. Soy pobre y un viaje así exigiría mucha plata”.
“En los alrededores de Trelew –continúa Larregui- fue donde pasé las peores etapas. Allí el frío llagaba a 20 grados bajo cero. Caminaba en medio de la nieve. Hubo momentos en que perdía la noción de todo. No sentía mis manos ni mis pies, ni siquiera el peso de la carretilla. Era cono si, de golpe, alguien me empujara y yo fuera de plumas. A veces creí que era tan liviano que el viento me iba a llevar. Pero yo sabía que si me paraba me iba a morir congelado y entonces apretaba el paso. Así, caminaba y caminaba como dormido hasta llegar a algún rancho donde descansar. Me daba friegas en las manos y pies con caña. De ese modo reaccionaba y podía dormir”.
- ¿Cuántos pares de zapatillas ha gastado? – le pregunta el periodista.
- “31 -es la respuesta- El mate y la galleta eran infaltables”.
- ¿Su comida acostumbrada?
- “El democrático puchero, un puchero cuartelero. Cuando había garbanzos, garbanzos; cuando había porotos, porotos. Y cuando tenía verduras, también…”
La carretilla tenía la base de 70 cm x 110 cm y 30 cm de alto, con los siguientes objetos: carpa de 2.50 m de largo por 2 m de ancho; cama plegadiza, colchón y colcha. Herramientas completas, utensilios de cocina, calentador, juego de lavabo, cepillos, brocha, navaja y provisiones.
Tenía un compañero inseparable “Pancho”, un leal perro de policía que lo seguía al vasco en sus andanzas.
Cuando le preguntaron si esperaba alguna recompensa o premio de sus paisanos por el esfuerzo realizado, Guillermo Larregui se puso serio y contestó: “Aunque nada tengo, nada quiero. Esta hazaña la he realizado porque la prometí cumplir. Con ser hombre de palabra cualquier vasco está bien pagado”.
Esa fue la primera epopeya que popularizó el “Vasco de la Carretilla”, un hombre que ya tenía casi cincuenta años cuando hizo ese primer recorrido, al que luego se le sumaron unos cuantos viajes más. El siguiente fue recorrer desde Coronel Pringles hasta La Quiaca, a donde arribó en diciembre de 1938; otro posterior lo llevó por los caminos que iban desde Villa María hasta Chile, pasando por Mendoza y de ahí a La Paz, Bolivia. Su última travesía lo condujo al punto del país que sería su lugar de residencia definitivo: Misiones. Allí, en el Parque Nacional de Puerto Iguazú levantó su casilla y transcurrió la etapa final de su vida, disfrutando de un lugar paradisíaco que a menudo era visitado por turistas con los que hablaba de caminos recorridos y lugares del mundo visitados, comunicándose, según la ocasión, en alguno de los cuatro idiomas en los que a fuerza de andanzas se había tenido que expresar. Larregui dejó pasar allí los últimos tiempos de una apasionante existencia que terminó el 5 de julio de 1964 a sus ochenta años.
Sus hazañas de caminante que comenzaron a hacerse públicas por el boca a boca de los admirados y circunstanciales testigos, luego pasaron a las páginas de los periódicos y más tarde fueron llevadas a los libros y al cine. Curiosamente, todas estas expresiones artísticas se ocuparon de un hombre tan sencillo como fuerte y libre, que llevaba en su carretilla lo necesario para el cuerpo y encontraba en los caminos el alimento de su alma. La solidaridad de la gente, especialmente de la colectividad vasca, hacía más tenues las peripecias que debía enfrentar.
Vaya a saber qué pasaba por la mente de ese hombre durante aquellas interminables caminatas por un país tan lejano al que lo había visto nacer, que lo sometía a todo tipo de climas y condiciones de suelo, haciendo de esos raids autenticas odiseas. Sus compañeras de ruta, las carretillas de rueda de hierro y caja de madera que eran su casa en cada travesía, quedaban al final de la misma en manos de algún amigo o a la guarda de algún museo como testimonio de esa etapa.
Iniciaba la siguiente con otra distinta, con la que debía transitar los precarios caminos que había en los años treinta y cuarenta en la Argentina.
Vivir el ritmo oculto de los campos
abiertos llenos de sol.
La emoción de la tierra argentina,
llena de generosidades.
He aquí mi objetivo.
Nadie me podrá quitar la dicha
de ser dueño de mi propio destino.
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