La historia de la humanidad está sujeta a cambios ideológicos permanentes, fenómeno que nos caracteriza como seres pensantes y marca el destino de generaciones. La cultura va modificándose en dicha marcha al ritmo de los nuevos paradigmas. Así, mucho de lo que aceptamos hace algunos años como normal hoy parece terrible y decadente. Atravesamos uno de esos momentos críticos, en el que ni el humor se salva ante la vara de lo “políticamente correcto”. Situaciones que recuerdan a la advertencia de Ortega y Gasset, para quien “... una exageración es siempre la exageración de algo que no es...”.
Generalmente, estos momentos de turbulencia suelen verse reflejados en la legislación. En nuestro país el laicismo, que planteaba una separación clara entre Estado y Religión, generó momentos de tensión a fines del siglo XIX.
Durante la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento, a pesar de ser el gran fomentador de la educación, no llegó a sancionarse una ley al respecto. Con Nicolás Avellaneda, su sucesor, tampoco. La situación era apremiante. Y semejante tarea quedó en manos de Roca, quien en 1881 -poco después de asumir su primer mandato- creó el Consejo Nacional de Educación y nombró a Sarmiento a cargo. Aun cuando ambos hombres se detestaban, Julio Argentino entendió que no podía dar tamaña responsabilidad a nadie más. Por su parte, el sanjuanino dejó de lado su orgullo y se puso a trabajar. Ese mismo año se llamó a un Congreso Pedagógico para tratar el tema y las discusiones sobre la Ley de Educación se extendieron por años.
Los debates parlamentarios muestran que la norma causaba rechazo en gran parte de los representantes. Uno de los discursos más resonantes a favor de la ley fue el del diputado Emilio Civit, basando sus puntos en nuestra historia sin atacar al catolicismo. La 1.420 se volvió realidad. El desacuerdo llegó a extremos de tal desobediencia, por parte de miembros de la Iglesia Católica, que Roca terminó expulsando al nuncio apostólico del país -dándole 24 horas para abandonarlo- y rompiendo relación con el Vaticano.
A pesar de todo esto la ley no elimina la educación religiosa, reservando un espacio en el art. 8, donde leemos: “La enseñanza religiosa solo podrá ser dada en las escuelas públicas por los ministros autorizados de los diferentes cultos, a los niños de su respectiva comunión, y antes o después de las horas de clase”. De todos modos condujo, en la práctica, hacia una enseñanza laica real.
Diez años más tarde de haberse aprobado la norma, el noventa por ciento de los argentinos sabía leer y escribir: nuestro país resolvió el problema del analfabetismo antes que gran parte de Europa.
Otra de las grandes discusiones legales, que mantuvo en vilo a los argentinos, llegó cuatro años más tarde con la Ley de Matrimonio Civil. En este debate intervinieron grandes figuras, como Wilde, del Valle y Goyena. El liberalismo opositor se plegó al Gobierno para enfrentar a la facción católica, encabezada por Estrada. Entre los argumentos esgrimidos por los promotores de la norma se encontraba el de atraer a los inmigrantes de cualquier religión. Ante esto Estrada esgrimió en el Congreso: “... si hubiéramos de construir la República de manera que los inmigrantes, cualquiera fuese su procedencia, su manera de sentir y de pensar, nada encontraran que difiera de su modo de ser, fuera menester que así como se nos exige abstenernos de declararnos católicos, es decir de tener religión, se nos exigiera abstenernos de tener doctrinas, leyes, opiniones, artes, civilización y carácter, en una palabra; a fin de que la inmigración, aceptada para cultivar la tierra y afanarse en las industrias, pudiera desvirtuar por completo el carácter nacional, y convertir a la República en una inmensa factoría, gobernada desde un hotel...”.
Las discusiones no quedaban en el Senado o en Diputados. En Mendoza el periódico “El Ferrocarril” de Nicolás Villanueva publicó en diversas entregas los artículos del proyecto. La prensa liberal presionaba para la sanción de la ley. Por entonces, salió a la luz un crimen horrendo que estremeció al país y cuyas crónicas llegaron hasta los periódicos españoles. El cura de Olavarría, Pedro Castro Rodríguez, estaba casado y había matado a su esposa e hija, una niña de diez años. Tras lo cual, falsificó documentos y consiguió un ataúd grande diciendo que se trataba de una mujer muy obesa y las sepultó juntas. “¡Espantoso debía ser ver a aquel monstruo arreglando a sus víctimas en el cajón! -leemos en “El Mosquito”, que cubrió la noticia en sus páginas-. ¡El miserable tuvo que sentarse sobre la tapa para hacer fuerza y poder hacer penetrar los tornillos! ¡¡¡Una vela alumbraba la horrorosa escena!!!”. Como el crimen tardó en descubrirse Castro Rodríguez celebró varios matrimonios luego del hecho. Una de las tapas de “El Mosquito” lo muestra rodeado de los fantasmas de sus víctimas llevando a cabo una ceremonia nupcial.
Así, el abominable suceso fue utilizado para golpear a la Iglesia en esta contienda. Sin embargo, hubo quienes trataron de diferenciar los tantos. En el citado diario de Villanueva, por ejemplo, leemos una reflexión al respecto: “... El hombre no es la religión, y todos los crímenes que el hombre pueda cometer (...) no pueden (...) manchar la religión (...) Aún es más indigno e innoble el proceder de aquellos que, por la prensa o de palabra, injurian y calumnian a todos los sacerdotes en general por el pecado de uno...” (El Ferrocarril, Mendoza, 1888).
El matrimonio civil fue aprobado, volviéndose el único con validez según nuestro derecho positivo, debiéndose verificar en presencia de un oficial público. Además, cualquier ministro religioso antes de celebrar alguna unión debía exigir el acta civil para no caer en dificultades penales.
Como vemos, las discusiones apasionadas sobre la necesidad o no de nuevas leyes, no constituyen un fenómeno original entre los argentinos.
Esperemos acompañar con inteligencia los desafíos que plantea nuestra contemporaneidad, permitiendo a los debates tomar la altura intelectual de la que aún parecen carecer.
Por Luciana sabina
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