Hacia 1900 las mujeres comenzaron a mostrar el cuerpo y fueron repudiadas por la Iglesia y de los hipócritamente escandalizados hombres. Pero a ellos le encantan las mujeres, todas, todas, las mujeres, que muestran su cuerpo en público. Siempre que no seás vos, claro.
La mujer que mostraba su cuerpo era mirada con desprecio.
El espejo te devuelve una imagen que dice que esa ropa te queda muy bien, que estás preciosa, sexy, encantadora con ese escote de vértigo y esa faldita ajustada que destaca tus curvas. Pero cuando tu novio, tu marido o algún señor con aspiraciones de “dueño”, siempre justo antes de salir, te intercepta y de inmediato te pasa por el escaner, te evalúa, mide el efecto que podés provocar en un hombre, cualquier otro hombre, te censura y te grita: “¡Así no vas a ningún lado!”
Y si te toparas con un caballero de los andantes, Lancelot o Roland, digamos, te mandaría derecho a la hoguera o al convento sin dudarlo. Los señores que mataban dragones para demostrar su amor, se batían en duelo para defender tu honor o que escalaban murallas al estilo de Romeo sólo para entrever a su Julieta, tenían ideas muy estrictas respecto de cómo debía lucir y comportarse una doncella.
Las chicas del siglo XIII no sólo debían saber de memoria un completo código de sociabilidad que involucraba una extensa lista de normas sólo para mujeres, que iban desde las maneras apropiadas de moverse y caminar y la aplicación de los correctos modales de mesa a las buenas artes de lucir encantadora y diestra en juegos, canciones y bailes a la luz de las antorchas. Ese código también enseñaba cómo y cuándo mostrar los pies y cómo y cuándo usar el escote.
Exactamente igual que hoy, se aconsejaba el uso de algunos artificios, por ejemplo el de que “los bustos abundantes ganarán en interés con ropa ajustada”, mientras que “los vestidos amplios permitirán enmendar la delgadez”.
En su curioso libro, el “Escarmiento de damas”, Robert de Blois recomienda el cuidado de las manos y de la uñas, “que no han de sobresalir” y deja muy claro que “una dama adquiere mala reputación si no se muestra limpia; un aspecto cuidado y agradable vale más que una belleza descuidada”.
Al mismo tiempo, todas las convenciones desanimaban cualquier tipo de exhibicionismo pero animaban a cultivar cierto fetichismo y creaban todo tipo de fantasías eróticas al invitar a pensar que, efectivamente, lo que no se muestra del cuerpo es más hermoso que lo que se muestra.
“No es bueno para una dama desvelar su blanco cuerpo a otros que no sean sus íntimos. Una deja entrever su pecho a fin de que pueda advertirse qué blanco es su cuerpo. Otra deja voluntariamente que se muestre su costado. Una tercera descubre demasiado sus piernas. Un hombre sensato no ve bien esta forma de comportarse porque el deseo se apodera astutamente del corazón del prójimo cuando se enreda en ello la mirada”, se explaya el señor de Blois. Y agrega el viejo dicho: “¡Ojos que no ven, corazón que no siente!”
Estas palabras escritas hace tantos siglos fueron tan admonitorias y concordaban tan bien con la mezcla de creencias y temores de gentiles y cristianos que, desde entonces y hasta hace pocos años, “se comporta mal la mujer que ofrece su cuerpo a las miradas de los demás”.
Hacia 1900 las mujeres se atrevieron a desafiar los principios morales que las ataban y comenzaron a mostrar el cuerpo, y provocaron el consiguiente repudio por parte de la Iglesia y de los hipócritamente escandalizados hombres, siempre machistas, recibiendo una severa condena social.
Pero a muchas no les importó y los cuellos "hasta las orejas" dieron paso al escote en "V", cada vez más profundo, y las faldas se acortaron levemente, dejando al descubierto los tobillos, cosa que también causó estupor en la época porque durante siglos las piernas femeninas habían sido el símbolo erótico que "provocaba la lujuria en los hombres" razón por la cual debían ser escondidas.
En los años ´30, la atención erótica cambió desde las piernas hasta el pecho y la espalda, la que era resaltada por prominentes escotes que provocaban el delirio masculino. Desde entonces, las mujeres ha hecho uso de los escotes y de las prendas ajustadas osciladondo entre la discreción más o menos sexy y la más explícita sensualidad perturbadora.
A pesar de la masiva y creciente exposición de carne femenina que propalan la televisión, los medios e internet, mientras las mujeres siguen mostrando el cuerpo -algunas sólo por el placer de seducir a cualquiera que las mire y otras porque siguen asignándole a sus pechos y caderas un valor de mercancía-, el viejo prejuicio y temor masculino sigue vigente cuando la chica ligera de ropas es la mujer que consideran “propia”.
Frente a esto, las mujeres tenemos al menos dos alternativas: guardar la mini, el escote, la lencería y toda la ropita sexy para la casa y encender de deseo del caballero puertas adentro; o ignorarlo, ponerse lo que tengamos ganas y convertirnos en un imán de miradas.
Porque aunque tu chico no sea Lancelot y se parezca más a Super Mario Bros matando a mini dragones digitales, ponele la firma que le encantan las mujeres, todas, todas, las mujeres, que muestran su cuerpo en público. Siempre que no seás vos, claro.
Patricia Rodón
Fuente: http://www.mdzol.com/nota/296144