Neurastenia, clorosis e histeria estaban ligadas en el siglo XIX a la condición misma de la mujer. Los hombres confundirán desde entonces los síntomas de una enfermedad con las técnicas de seducción de una mujer, los delirios del orgasmo femenino o las provocaciones de una chica de la calle.
"Una lección del Dr. Charcot en La Salpêtrière", de Pierre André Brouillet (1886). (Foto hypnos.co.uk)
La intimidad de las mujeres evoluciona hacia fines del siglo XIX hacia un delicado equilibrio entre el deseo y el sufrimiento con un manifiesto miedo a la vida que la llevará, en muchos casos, a la parálisis de la voluntad y a una letal culpa.
Individuación, conocimiento progresivo del propio yo, pertenencia social más o menos precaria debido a la movilidad de las clases, indecisión, descontento, inquietud, agotamiento, perpetua adaptación a las reglas son sólo algunos de los síntomas de su sufrimiento.
El spleen de Baudelaire o el hastío de Alfred de Musset no se aplica solamente a los hombres sino también a las mujeres que padecían de un vacío en el alma y en el corazón. En ellas, se transformará en una verdadera desgracia mientras que en los hombres se convertirá, mezclada con una silenciada impotencia y el constante trajinar en la entrepierna de las amantes, en poesía.
La influencia de la mirada del otro incitan al descontento y incluso a la denigración; el temor al fracaso por no dar con lo que se espera genera en las mujeres un constante malestar que los médicos, obsesionados entre lo normal y lo patológico, traducirían como angustia, pánico, manía razonante, demencia lúcida, neurastenia, clorosis e histeria.
Los síntomas específicos del sufrimiento femenino tienen su origen, según la psiquiatría de la época, en su sexo, y sus trastornos fueron agrupados cómodamente bajo el término “la enfermedad de las mujeres”. La más precoz de estas enfermedades era la clorosis y hordas de pálidos “ángeles” de una blancura verdosa invaden la iconografía, pueblan las novelas y atestan la consulta del médico.
La tentación del angelismo, la exultación de la virginidad y el temor de la luz solar son algunas de las creencias que hacen que las familias mantengan a las jóvenes delicadas y débiles.
Por extraño que parezca hoy, la clorosis era atribuida a una disfunción del ciclo menstrual, de la matriz y a una manifestación involuntaria del deseo amoroso. Y la prescripción terapéutica era prohibir todo cuanto favoreciera la pasión en espera del verdadero remedio: el matrimonio.
En tanto la medicina avanzaba, los hombres velaban sobre el despertar del deseo femenino poniendo en práctica para estas jóvenes mujeres anémicas una suerte de higiene moral incitando al matrimonio a edades cada vez más precoces.
De allí, a la histeria sólo faltaba el lecho conyugal. La mujer histérica obsesiona la vida doméstica y rige las relaciones sexuales. Y durante decenas de años se consideró un mal específicamente femenino. La histeria había sido descripta en la antigüedad como la manifestación independiente del útero que actuara como un animal agazapado en el interior del cuerpo; es decir, el deseo era independiente de la conciencia de la mujer y la atravesaba. Los médicos del siglo XIX sostienen aún esta concepción destacando la función de la matriz y su misteriosa relación con el deseo.
Para ellos, la ovulación y la “regla” eran un misterio. Y esta “enfermedad” estaba ligada a la condición misma de ser mujer: una gran sensibilidad y ser más emocional, lo mismo que la hace buena madre y buena esposa. Esa misma casta esposa puede ser atravesada por esa fuerza natural interna, proveniente de su útero, y convertirla en una ninfómana.
De ahí que comenzara a aconsejar a los maridos temerosos de la sexualidad de su mujer, impotentes o lisa y llanamente infieles, la satisfacción razonable del deseo sexual de la esposa acompañada de dosis de ternura, en pro de una vida conyugal apacible. De esta manera la mujer desplegará sin riesgos su sensibilidad sin llevarla a una sensualidad excesiva y, por supuesto, amenazante para el hombre.
Cuando esta propedéutica no funcionaba, fuera porque la mujer era soltera o viuda, las terapias a las que fueron sometidas las damas son dignas de verdaderas escenas de terror. Algunas, con la suma del título de “brujas”, fueron crucificadas, sometidas a flagelaciones por parte de sus párrocos, objetos de exorcismos u obligadas a fornicar con un sacerdote.
Y muchas de ellas, fueron objeto de espectáculos inauditos, de teatros en los que la mujer escenificaba su dolor y hacía acto su angustia existencial, como el célebre teatro de La Salpêtrière, creado por el famoso doctor Jean-Martin Charcot. Éste exhibía a las “histéricas” ante un público formado por artistas, escritores, publicistas y políticos.
¿Qué veian estos rijosos hombres? ¿Cuáles eran, para ellos, los síntomas de las histéricas? Las posiciones siempre eróticas de las mujeres, la mirada provocadora, la sonrisa equívoca, el contoneo sensual, el gesto seductor. Para los hombres será desde entonces muy peculiar la manera de confundir con las manifestaciones de una enfermedad las técnicas de seducción de una mujer, los delirios del orgasmo femenino o las provocaciones de una chica de la calle.
Este doble fenómeno es largo y complejo de explicar, pero queda claro que estos voyeurs con título, estos perversos con permiso, se regocijaban y complacían en la exhibición de la sexualidad de las mujeres, ese montón de locas, ya sea en la dimensión de su sufrimiento real ante el deseo no satisfecho como en el despliegue netamente femenino de la pura, elemental y básica seducción.
Patricia Rodón
Fuente: http://www.mdzol.com/nota/304770
No hay comentarios.:
Publicar un comentario