Las mujeres del siglo XIX sólo se lavaban las partes del cuerpo que se veían y tapaban sus olores con litros de agua de Colonia. Quizá fue el uso excesivo de perfume la sustancia mágica que embriagaba a los poetas para transformarlas en criaturas ingrávidas, castas, perfectas, ideales.
Entre las mujeres surgió una nueva enfermedad provocada por la mala postura: la lordosis.
Mientras más pálida, inmaterial, solitaria, silenciosa, misteriosa y de paso leve, mejor. Ese tipo de mujeres era el que buscaban los románticos para amar, sufrir y hacer literatura con más o menos éxito.
La invención de una nueva técnica en la danza, el ballet y su baile de puntillas, estiraba las siluetas de las bailarinas y les otorgaba una ligereza aérea. “La mujeres no son de este mundo” pudo haber dicho cualquier pretencioso émulo de Rilke, Bécquer o Poe, porque las damas perdían hacia la mitad del siglo XIX su envase carnal para convertirse más que nunca en ángeles, musas, hadas, princesas, ninfas, hechiceras, sacerdotisas o ménades. El repertorio es amplio.
Las heroínas de las novelas, las Eloísas, Camilas, Virginias y Amalias, entre muchas otras, eran gráciles, delicadas y pálidas pero no tenían ni un pelo de tontas. Las chicas no dejaban de coquetear con los chicos y se aplicaban a destacar sus encantos más visibles, metros de ropa mediante: los senos y el cabello.
Las románticas ofrecían sus amplios escotes a la mirada masculina sonriendo sin rubores ni timidez, en tanto se respetara el viejo mandato de “se mira y no se toca”. Tanto es así que apareció entre las mujeres una nueva enfermedad provocada por la mala postura de las coquetas: la lordosis.
Este doloroso padecimiento se producía porque las provocadoras, corset mediante, arqueaban la columna vertebral en una antinatural curva que hacía más prominentes sus glúteos y les adelantaba el pecho para mostrar provocadoramente los senos como un mascarón de proa viviente, de modo que en conjunto, que los dones anteriores y posteriores de su anatomía de ninguna manera pasaran inadvertidos. Básicamente, la misma postura artificial de las siliconadas chicas “hot” de hoy.
Y tampoco dejaban de estar nunca muy bien peinadas. Las mujeres con poder adquisitivo usaban los amplios rizos ingleses, “en los que debe entrar un dedo”, delicados peinados verticales, generosas diademas, elaborados moños y cintas y complejos postizos y extensiones; éstos le permitían a las mujeres de menores recursos ganar algo de dinero con la venta de sus largas melenas con las que los maestros peluqueros confeccionaban maravillosas trenzas y apliques.
Por temor a los resfríos, el cabello no se lavaba sino que se cepillaba minuciosamente. Para rascarse la cabeza, que les picaba y mucho, las elegantes usaban unas largas agujas, generalmente de hueso. Los baños regulares y a conciencia eran casi desconocidos para estos ángeles sucios, objeto de devoción de los hombres y blanco de las arteras flechas de Cupido.
Las etéreas musas sólo se lavaban las partes del cuerpo que se veían, es decir, el escote, el cuello, la cara, los brazos y las manos, y tapaban sus no tan leves olores con litros de agua de Colonia.
Quizá fuera el uso excesivo de perfume de las damas, que al fin y al cabo, también es alcohol, la sustancia mágica que mareaba a los hombres y embriagaba a los poetas para transformarlas en criaturas ingrávidas, castas, perfectas, ideales. De otro mundo.
Patricia Rodón
Fuente: http://www.mdzol.com/nota/303098
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