Orélie Antoine de Tounens, sexto hijo de una familia francesa de buena posición, aunque sin título de nobleza, se recibió de abogado y llevaba varios años actuando en los tribunales galos cuando decidió ser rey. En 1858, con 38 años, viajó a Chile. Aprendió el idioma español, escribió un libro sobre animales domésticos, se hizo llamar Príncipe de Tounens, tejió relaciones en Valparaíso y tomó contacto con los jefes de las tribus mapuches y araucanas.
Su discurso era similar en todos los territorios indígenas. Él les ofrecía la protección del rey francés Napoleón III y aseguraba que ambas partes compartían el mismo objetivo: vencer al gobierno chileno. Estos encuentros eran amenizados con fiestas en las que corría el alcohol como agua de manantial, provisto por el candidato a rey. En cambio, al gobierno chileno le explicaba que su misión era pacificar a la indiada y para ello solicitaba ayuda logística, incluso dinero.
La gira diplomática del charlatán francés daba sus frutos. De todos modos, nada de eso serviría si no establecía un acuerdo sólido con el gran cacique de los territorios chilenos, el indómito Quilapán.
La cumbre se realizó en la primavera de 1860. Como siempre, se iniciaron los festejos y el vino entusiasmó a la indiada, sobre todo al hijo de Quilapán, el bravo Kolüpan. Su número de destreza consistía en galopar con su caballo preferido hasta un peñasco. El pingo frenaba de golpe y quedaba con las manos (o patas delanteras, si se prefiere) alzadas en el precipicio. Vaya uno a saber si esa tarde hallaron los frenos o si el diestro Kolüpan condujo en estado de ebriedad; lo cierto es que el caballo no sólo dejó las manitos en el aire, sino también sus otras dos patas, y la dupla centaura se dirigió con extrema rapidez al fondo del precipicio.
La celebración se transformó en un encuentro de pésame, con mucho consumo de alcohol y desfile de los integrantes de la tribu que le ofrecían al inconsolable Quilapán regalos de toda naturaleza. El francés le cedió su caballo, un ejemplar joven, de buen porte y bien cuidado, que se diferenciaba en mucho de los que pastaban en el corral de la tribu. Con este obsequio, Orélie se ganó la gratitud del cacique e inició su cuenta regresiva hacia la corona patagónica.
La monarquía constitucional arrancó el 1 de noviembre de 1860 cuando Orélie redactó el Preámbulo y la Constitución del territorio, llamado Araucania. Según las firmas del documento, pudo establecerse que los constituyentes encargados de la redacción de la Carta Magna fueron dos: el príncipe Orélie de Tounens y un secretario invisible llamado Desfontaines, cuyo nombre era –¡oh, casualidad!– similar al del barrio donde vivía el extraño príncipe en Francia cuando no era noble.
Su gabinete estuvo integrado por Quilapán (ministro de Guerra), Quelaoeque (ministro del Interior), Calfoucaubí (de Justicia), Marioula (de Agricultura) y monsieur Mountret (de Relaciones Exteriores). Por su dominio de las lenguas española y francesa, Mountret asumió en la Cancillería y se convirtió en el único miembro del gabinete que no era nativo americano. Se estimaba que el reino contaba con unos dos millones de habitantes.
En realidad, cuando nació la Araucania, no había considerado que la Argentina tuviera amplia soberanía en el sur. La solución fue anexar, mediante un decreto fechado el 17 de noviembre, el territorio patagónico argentino.
Constitución en mano, el flamante rey partió de gira por sus tierras, cuatro veces más extensas que Francia, y fue proclamado por colonias mapuches en cuatro oportunidades, lo que significó cuatro fiestas más, donde no se tiró la casa por la ventana porque no había ni casa ni ventanas, pero se bebió como si fuera el fin del mundo.
El próximo paso del monarca fue escribirles cartas a compatriotas franceses, entre ellos a un juez de paz, para comunicarles la creación del reino de Nueva Francia, reino que, como vemos, cambiaba de nombre según los interlocutores. Contrató en Chile al músico alemán Wilheim Frick para que compusiera el “Himno Real a Antonio Orelie”. Mandó confeccionar la bandera del reino, azul, blanca y verde, y la hizo jurar por sus vasallos en cada tribu.
Entusiasmado con la sumisión de los nativos, el monarca organizó ataques a poblados chilenos, pero no se llevaron a cabo porque su lenguaraz mapuche avisó a las autoridades. Se comisionó al coronel Cornelio Saavedra para que capturara al flamante rey. Se trataba del nieto del presidente de la Primera Junta.
Saavedra detuvo a Orélie-Antoine y lo llevó a Valparaíso para juzgarlo. Lo encarcelaron siete meses y los peritos médicos establecieron que había perdido el juicio. Fue encerrado en un manicomio nueve meses hasta que el cónsul francés lo metió en un barco que lo llevó de regreso a Francia. Su Majestad patagónica insistió con el proyecto e inició una campaña para juntar dinero y regresar al reino. Consiguió un financista en 1869 y volvió a embarcarse, esta vez con destino a Buenos Aires.
Tras una corta estadía en la ciudad rumbeó al sur, desembarcó en la bahía de San Antonio (Río Negro) e inició una caminata por su reino, hacia el oeste. Se topó con una tribu poco amistosa que no parece haber reconocido que estaba frente a su monarca. Casi lo degüellan.
En cuanto puso un pie en Chile, convenció al poderoso Quilapán de que era tiempo de emprender la gran guerra. Le aclaró que en breve llegarían armas desde Francia. Los mapuches no le creyeron y Orélie-Antoine I no tuvo más remedio que emprender la retirada. En 1871 abordó en Buenos Aires y partió de regresó a su país natal.
En Francia no se quedó quieto. Planificó toda la estrategia comercial. Nombró un cónsul en Inglaterra. Redactó el diccionario francés-mapuche para facilitar el intercambio mercantil. Acuñó monedas de cobre que hoy son tesoros para los coleccionistas. El reino de “La Nouvelle France” llegó a tener un periódico que se imprimía en Marsella, donde estaban sus auspiciantes. Con enorme entusiasmo y fuerza de voluntad, Orélie volvió a cruzar el océano en 1874 y desembarcó cerca de sus dominios, en la capital de la República Argentina. Por las dudas, se dejó una barba extensa y cambió su nombre: pasó a llamarse Jean Prat. Poco después se instaló en Bahía Blanca.
Pero fue descubierto, encarcelado y deportado. El New York Times, al relatar la historia del llamativo personaje, explicaba que el negocio que se escondía detrás de toda la fachada monárquica era la comercialización del guano, que la Argentina no estaba en una situación de calma interna que le permitiera ocupar su tiempo en lidiar con reyes patagónicos y que Orélie se había equivocado de país, ya que si hubiera ido a los ilusos Estados Unidos, lo habrían hecho participar de comidas, agasajos y muchos otros actos en su honor.
El cuarto viaje del rey de Araucania y Patagonia tuvo lugar en 1876. Se instaló en la isla Choele Choel (Río Negro), aunque no por mucho tiempo. El monarca estaba enfermo y partió de regreso en su último viaje transatlántico. Durante su convalecencia, el presidente del tribunal francés que lo juzgaba, un ex periodista de apellido Planchet, le robó la Constitución para apoderarse del título y viajó a la Patagonia con intenciones de hacerse respetar por los nativos.
La falta de respeto de la indiada fue tan evidente que debió regresar a Francia, donde Orélie, por su honor y el de sus súbditos, lo retó a duelo. Pero a un duelo singular, con lanza y boleadoras. Planchet renunció al combate por la corona. El monarca de los araucanos no quiso dejar su reinado en manos de inescrupulosos y repartió títulos de nobleza entre sus allegados. A uno lo nombró Barón de Belgrano, a otros les confirió la Orden de la Estrella del Sur.
Murió en Bordeaux el 17 de septiembre de 1878. El escultor de su tumba, al no saber cómo era la corona que debía esculpir, decidió imitar la que usa el rey de corazones de la baraja francesa. En sus últimos días, Orélie había dicho: “Sí, he sido un completo chiflado. Pero, ¿quién iba a pensar que Francia podría negarse a anexar tan espléndidas colonias?”.
Antes de morir, delegó su reinado. El conde patagónico Gustave Aquiles Leviarde –su primo segundo–heredó el trono, con el nombre de Aquiles I. Se ocupó de nombrar funcionarios y embajadores, pero nunca viajó a Sudamérica. Cuando sintió que se acercaba su fin, envió al Primer Ministro, el conde de Bellegarde, a Pittsburgh (Estados Unidos) con el fin de negociarla venta del título con el poderoso industrial del acero Andrew Carnegie, el Bill Gates de hace cien años. En un principio el multimillonario se interesó. Las reuniones se extendieron por seis semanas. Incluso viajó un teniente de ingenieros del ejército austríaco, a quien Aquiles nombró Jefe de Topografía, para que dibujara un mapa del reinado en venta. Pero los emisarios no lograron convencerlo y Carnegie se perdió la posibilidad de hacer el negocio que luego entusiasmaría a Ted Turner, Luciano Benetton y Joseph Lewis.
Aquiles I murió el 18 de marzo de 1902, en su pequeño departamento parisino, en la Plaza de las Naciones, víctima de una neumonía. Su canciller, que trabajaba de encargado de un bar, explicó a los medios periodísticos que el rey Aquiles había nombrado un sucesor, pero él no podía anunciarlo hasta que se cumplieran las reglas de etiqueta: primero había que informarles sobre la sucesión a los monarcas europeos y a los presidentes americanos. Sabia regla de etiqueta, aunque era evidente que el hombre tenía más familiaridad con las etiquetas de las botellas que expendía.
A Aquiles I lo sucedió el médico Antonio Hipólito Cross –Antonio II–, quien murió al año siguiente. Sus descendientes intentaron vender el título a algún millonario, pero no aparecieron interesados. La corona se la calzó su hija Laura Teresa I y más tarde el hijo de Laura, Jacques Antonio Bernard –Antonio III–, hasta que en 1951 abdicó en favor de Felipe Pablo Alejandro Enrique Boiry. Felipe I acaba de morir el primer domingo de 2014, dejando acéfalo el reinado más insólito del planeta.