El hábito habla no sólo de la mujer que lo lleva, sino también de su cuerpo y de su misión. (Foto fotosantigues.galeon.com)
Tras siglos de cultura católica y patriarcal, las mujeres del siglo XIX tenían incorporado que el cuerpo era el enemigo del alma, el gran obstáculo para lograr la salvación prometida. Sin embargo, su cuerpo –embarazos, partos y lactancia mediante- es el escenario en el que la especie libra sus batallas.
Si el cuerpo de las mujeres está al servicio de la sociedad, el corazón es el centro de su identidad, órgano en el cual según la medicina de la época (asistida por la religión) residen las emociones y los impulsos femeninos.
En los países católicos se produce un renacer de la devoción del Sagrado Corazón de Jesús, con resabios estéticos del Barroco, en una iconografía tan diversa como sangrienta, puesto que ese corazón se representa abierto, lacerado, como una herida profunda.
Así, se valoran todos aquellos indicios que traduzcan la sensibilidad femenina: una piel fina y blanca que deje ver las venas, la carne tierna y mullida apta para acunar, las manos y los pies pequeños, las caderas y los senos abundantes.
La mujer inmaterial del Romanticismo toma formas reales a través del corset, del ballet, de la palidez obligatoria, el adorno elaborado en el cabello (que no se lavaba por temor a los resfríos, sino que se cepillaba), los perfumes, y tela, muchos metros de tela en los vestidos que lucirán coquetas.
Las monjas demuestran una excepcional inventiva a la hora de diseñar o la indumentaria de sus congregaciones. (Foto fotosantigues.galeon.com)
Hacia 1850 la moda de estar “a la moda” se enseñorea en todas las buenas casas de las ciudades importantes: nace la “alta costura”, los modistos y las costureras y con ellas la industria de la confección. Con el “corazón en la mano”, las señoras y las jóvenes, las de cuna noble y las ostentosas burguesas corren a adquirir excitantes prendas llenas de significados entre las que destacan la cofia, la pañoleta, el mandil, la falda.
Hasta las obreras son el blanco de los vendedores puesto que mientras que antes debían usar el mismo vestido de paño gris o azul durante diez años sin lavarlo, ahora pueden acceder a vestidos de colores hasta entonces fuera de su alcance.
Sin embargo, entre las grandes innovadoras estarán las monjas, las hermanas, las novicias y las “esposas de Cristo”; ellas demuestran una excepcional inventiva a la hora de diseñar o rediseñar la indumentaria religiosa de sus congregaciones. En la meditada elección de la toca, el manto, el velo, el alzacuello, el escapulario, las mangas, los manguitos, los colores y las telas prima el significado místico. Cada prenda tiene un valor simbólico que expresa el espíritu de penitencia.
El hábito habla no sólo de la mujer que lo lleva, sino también de su cuerpo y de su misión. Y el blanco se convertirá en el símbolo de la máxima pureza, de la castidad y de la entrega.
Por ello el vestido de novia y el vestido de la primera comunión comienzan a ser blancos; los tules y muselinas de los vestidos de baile son blancos y blancos son los hábitos de las novicias.
Todas ellas adolescentes y doncellas, todas ellas con los “corazones en llamas” ardiendo en ideales de amor romántico, de idealizada entrega al amor divino. O de genuina e impotente rabia al entender o intuir que su cuerpo es un obstáculo tanto para la salvación “eterna” como para la temporal. Un puente, eso sí, blanco, al servicio de la sociedad.
Fuentes: “Cuerpos y corazones”, de Yvonne Knibiehler. En Historia de las mujeres en Occidente. Dir. Georges Duby y Michelle Perrot. Madrid, Taurus, 1993; Mujeres pensadoras. Místicas, científicas y heterodoxas, de Vicenta Márquez de la Plata. Madrid, Castalia, 2009; Historia de la moda en Argentina, de Susana Saulquin. Buenos Aires, Emecé, 1998.
Patricia Rodón
Link permanente: http://www.mdzol.com/opinion/455355/