Durante siglos, las mujeres aprendieron que el cuerpo era el enemigo del alma, un obstáculo para llegar al Paraíso. Esta idea creó millones de jóvenes violadas durante su noche de bodas y de damas insatisfechas que en el lecho conyugal no encontraron más que tristes fatigas, lágrimas y bostezos.
Se mantenía a las jóvenes siempre “niñas”, puras, castas, angelicales y vírgenes. (Foto es.geneanet.org)
Aunque los ovalados espejos de cuerpo entero llamados psyché (del griego, alma) fueran el gran mueble de moda en las habitaciones de las damas de comienzos del XIX, las mujeres sólo se enfrentaban a ellos, y a sí mismas, completamente vestidas. La desnudez, atravesada por las creencias religiosas, era pecado.
Las mujeres habían aprendido que el cuerpo era el enemigo del alma, un obstáculo para llegar al Paraíso. Pero, al mismo tiempo, sabían que en su corazón, y todo su repertorio de emociones, sensibilidad e impulsos, radicaban su fuerza y su esencia.
En la iconografía de la época, alimentada por la Iglesia católica y aprovechada por la moda, la imagen del Sagrado Corazón de Jesús se reproduce una y otra vez en escapularios, medallas, guardapelo, broches y todo tipo de adornos femeninos como un símbolo del amor.
Pero, ¿cómo se concretaba ese amor romántico, ideal, perfecto, para esas mujeres que cultivaban el pudor, la virginidad, la inocencia y la maternidad, si desconocían su cuerpo e ignoraban sus funciones?
La moralidad masculina consideraba, cínicamente, que el cuerpo de la mujer era útil para incitar el deseo que llevaría a los hombres al acto de procreación; pero también creían que el cuerpo de las mujeres era un arma apuntada hacia ellos con el que ellas compensaban su natural debilidad e inferioridad.
Aquí, el concepto de mujer ángel perfeccionado por los románticos encarna en las dueñas de pieles delicadas, esqueletos menudos, manos y pies pequeños y un aire inmaterial que las alejaba de este mundo, como a una musa, un hada o aprendiza de santa. Pero a la hora de buscar esposa, es decir, un cuerpo que engendrara herederos, un envase reproductor, los caballeros preferían las caderas redondas y los pechos generosos.
Mientras tanto para la mayor parte de las mujeres jóvenes, la relación entre el cuerpo y el corazón seguía siendo un misterio. La palabra “frigidez” comienza a ser usada durante la década de 1840 para designar la falta de apetito sexual de las mujeres. Como esta falta de deseo en las mujeres se convirtió en un problema, varios expertos, en su mayoría médicos, escribieron minuciosos manuales destinados a lectores hombres con instrucciones precisas para excitar a una mujer, a “su” mujer. Por lo visto, con pobres resultados.
Como para la moral de la época, el sexo era un peligro y un camino a la perdición para las mujeres, se sugería a los señores que administraran su actividad sexual conyugal: una relación por semana o cada diez días, un coito rápido para economizar las fuerzas masculinas y listo; el placer y el orgasmo de la mujer no contaban, no eran necesarios para el objetivo final que era la procreación y el clítoris era considerado un trocito de carne inútil.
Fue la primera mujer médica de Estados Unidos, Elizabeth Blackwell, quien en 1845 sostuvo que la frigidez no era una enfermedad sino un producto de la educación censora de escuelas e internados en las que se enseñaba a las niñas que el sexo era pecado porque debían mantenerse vírgenes hasta el matrimonio.
Y el matrimonio, generalmente impuesto por la familia y en el que la joven no tenía voz, llegaba en torno de los 20 años. Para mantenerla “intacta” se le retrasaba el deseo llenándola de temores vinculados a la religión, a la vigilancia moral de la sociedad e inclusive a la posibilidad de contraer enfermedades mortales.
Se mantenía a las jóvenes en la ignorancia de todas las realidades carnales del sexo; se las mantenía “niñas”, puras, castas, angelicales y vírgenes porque estas condiciones era una suerte de garantía para el futuro marido y pasaporte de ascensión social para no pocas familias burguesas.
Las responsables directas de que esta educación eran las madres quienes se ocupaban de que la alimentación fuera poco excitante, de que la cama no fuera muy mullida y de que nunca se viera desnuda: la joven debía cerrar los ojos para cambiarse la camisa y siempre debía llevar una puesta, incluso al bañarse.
Era excepcional que las madres explicaran a sus hijas el fenómeno y el significado de la menstruación, hecho natural que era vivido como una experiencia terrorífica. Todo esto no evitaba la masturbación de las doncellas, que era vivida con culpa, entre el desprecio a sí mismas y el placer solitario; entre la vergüenza y el descubrimiento de todo un mundo íntimo que luego sus esposos nunca sabrán penetrar.
El angelismo, que tantas heroínas perfectas e ideales dio a la literatura, creó millones de jóvenes violadas durante su noche de bodas, de esposas anorgásmicas, de madres multíparas que oficiaron de recipientes reproductores y de mujeres insatisfechas que en el lecho conyugal no encontraron más que tristes fatigas, lágrimas y bostezos.
Patricia Rodón
Fuente: http://www.mdzol.com/nota/315538
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