sábado, 3 de enero de 2015

La costurerita que dio aquel mal paso

Hilván tras hilván, con roce de sábanas incluido, mientras duraban sus carnes firmes, la sonrisa fresca y funcionaban los lavados vaginales con vinagre, estas mujeres que "no daban puntada sin hilo" nunca aprendieron que los hombres no se casaban con las obreras, las costureritas o las amantes.

El celibato era el precio que pagaban las costureras, y sus días transcurrían de manera penosa en el llamado “trabajo de aguja”. (Foto fotosvintage.com)

Cuando en 1851 el neoyorquino Isaac Singer inventó la máquina de coser de un hilo y punto en cadena, no tenía idea de lo que su creación iba a provocar en el mundo. Su máquina perfeccionó la de Elías Howe, patentada en 1846, de la que en 1959 había vendido más de 50.000 unidades. 


Hacia principios del siglo XIX, el ama de casa se ocupaba de las labores domésticas, que abarcaban toda clase de tareas, desde la búsqueda del mejor precio de los alimentos y el cuidado de los miembros de la familia hasta el lavado de la ropa. 

También aportaba algo de dinero a la economía familiar ganado con pequeños servicios, como el trabajo por horas en otras casas, el lavado y el planchado de las prendas de otras personas o la venta callejera de pan o flores. 

En el último tercio del XIX, el trabajo a domicilio capta la enorme fuerza laboral femenina en el hogar y, por ejemplo, tener una Singer propia se convirtió en el sueño de no pocas amas de casa. 

Lo curioso es que el hecho de coser para otros y vivir de la costura confinaba a las mujeres a los estrechos límites de una habitación. A pesar de todo, esta modesta gestión financiera fue la base de matriarcado presupuestario que significaba independencia.

Y estas mujeres humildes, de barrio, sólo lograban su promoción social mediante el trabajo, sacrificándole incluso su vida privada. Porque los hombres preferían un ama de casa hogareña, concentrada en las necesidades del marido y de los hijos, que una mujer que trabajara y se expusiera a los peligros de la experiencia urbana.

Así, muchas veces, el celibato era el precio que pagaban las modestas costureras, y sus días transcurrían de manera penosa en el llamado “trabajo de aguja”, entre dedales, tijeras y sueños, muchos sueños. Estos oficios solitarios y minuciosos no eran cualificados y ocultaban un complejo y asfixiante mundo de mujeres solas, con frecuencia reducido a la madre y sus hijas, pedaleando en su Singer durante más de diez horas diarias. 

La seducción seguía siendo el arma más efectiva para las jóvenes que ansiaban el ascenso social y romper con la condena de la pobreza y el encierro. Muchas ansiaban asegurarse una vida más llevadera y lo hacían a la sombra de un “protector”, es decir, de un señor o señorito de buena posición económica que las mantenía y hasta les pagaba una habitación en una discreta pensión de reputación cuestionable o una casita en un barrio alejado, pero que estaba irremediablemente casado o que no albergaba ni el más remoto interés en pasar por la iglesia con su protegida.

Estas modistas, más liberales, que “no daban puntada sin hilo” y fuertemente criticadas y envidiadas al mismo tiempo por sus solitarias compañeras de oficio, fueron las protagonistas de cientos de novelas de folletín, a las que, por otra parte, eran adictas. Pero, entre ojales y ojalillos, más temprano que tarde quedaban embarazadas, eran abandonadas por el supuesto novio y caían en desgracia, recibiendo la condena social y la “maldad insufrible de las compañeras”.

Ellas fueron las que dieron origen al famoso poema La costurerita que dio aquel mal paso, de Evaristo Carriego, publicado en 1913, y a una de las musas de la mala pata de Nicolás Olivari, en 1924. También inspiraron a la obra teatral de Andrés González Pulido y al tango de Mertens y De Rosa, ambos en 1925, entre otros que vinieron después, y a la película de 1926 de José A. Ferreira, obras que abordaron el tema desde una perspectiva realista y con un objetivo moralizante.

Porque hilván tras hilván, con roce de sábanas incluido, mientras duraban sus carnes firmes, la sonrisa dispuesta y funcionaban los lavados vaginales con vinagre, estas mujeres nunca aprendieron que los caballeros de billetera y huesos, no ya los personajes de sus novelitas románticas, nunca se casan con las obreras, costureritas o amantes. 

Patricia Rodón

Fuente:http://www.mdzol.com/nota/317221

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