La mujer "hacía" hijos, preferiblemente varones, para aumentar el patrimonio del jefe de familia.
La mayoría de las cosmogonías y mitologías antiguas unen a la mujer al concepto de fertilidad y reproducción; desde las primeras representaciones artísticas, como la paleolítica Venus de Willendorf, pasando por los arquetipos cristianos antagónicos de Eva y María, la primera condenada a “parir con dolor” y la segunda que engendró un niño sin intervención humana; la mujer ha sido vista como símbolo de fecundidad porque “protagoniza” la reproducción mientras que el hombre es un espectador más o menos pasivo.
Mientras en la antigua Roma la ley otorgaba a las madres de tres hijos un privilegio por haber cumplido con su deber, éstas también eran una herramienta al servicio del oficio de ciudadano y del jefe de familia: hacía hijos, preferiblemente varones, y aumentaba el patrimonio.
La esposa era uno de los elementos de una familia, que comprendía por igual a los hijos, a los libertos, los clientes y los esclavos. “Si tu esclavo, tu mujer, tu liberto o tu cliente se atreven a replicarte, montas en cólera”, escribe Séneca. “Si un jefe de familia debe tomar una gran decisión reúne al consejo de sus amigos” en lugar de discutir el tema con su mujer.
Para los hombres romanos, una mujer era un niño grande que debía cuidarse a causa de su dote y de su padre, era una eterna adolescente, caprichosa: un marido es el dueño de su mujer, como de sus hijas y de sus criados. Si la mujer le era infiel era una desgracia, lo mismo que si una hija quedaba embarazada o un esclavo no realizaba sus tareas.
En la Roma pagana el sólo hecho de parir un niño no le daba la categoría de madre a ninguna mujer. El nacimiento era un hecho mucho más complejo, ya que un recién nacido adquiría categoría de hijo en tanto que fuera aceptado por el jefe de familia, es decir, el padre.
Un ciudadano romano no “tenía” un hijo sino que “tomaba” un hijo: inmediatamente después de nacido, el padre tenía la prerrogativa de levantarlo del suelo donde había sido depositado por la comadrona. Para tomarlo en sus brazos y manifestar así que lo reconocía. Hoy, le da o no, el apellido.
En la Roma clásica la anticoncepción, el aborto, la exposición de niños de origen extraconyugal y el infanticio del hijo de una esclava eran prácticas usuales y perfectamente legales. Sólo siglos más tarde, con la llegada de la nueva moral estoica y el cristianismo estas costumbres serán al comienzo mal vistas y luego, ilegales.
De ahí, el hecho de que el padre alzara a su hijo y lo reconociera, también convertía en madre a la mujer que lo había parido, sentada en una butaca especial, lejos de cualquier mirada masculina. Pero no antes. Si el hombre no reconocía al niño, no lo levantaba del suelo; esto significaba el bebé debía ser “expuesto” ante la puerta de la casa, abandonado en un basurero o en las afueras de la ciudad, para que lo recogiera quien lo deseara. Del término, expuesto, del verbo exponer, ha llegado hasta nosotros, el concepto de “niño expósito”, es decir, niño abandonado.
Esta práctica continuó a lo largo de la historia hasta hoy de formas más caritativas, como la práctica medieval de dejar a los bebés en el torno o en el atrio de una iglesia; en las inmediaciones de los hospitales o, como hace más de dos mil años, en los basurales y cloacas.
El abandono de hijos legítimos era una práctica cultural que atravesaba a todas las clases sociales: los pobres exponían a los hijos que no podían criar; personas de la que hoy llamaríamos clase media exponían a los hijos que no podían educar; y los ricos se deshacían de los hijos que podrían perturbar disposiciones testamentarias ya adoptadas en lo referente al reparto de la sucesión.
Se exponía con más frecuencia a niños con malformaciones, al hijo de una hija que hubiera cometido una “falta” o al fruto de una infidelidad conyugal, o de la sospecha de infidelidad. Y entre todos esos hijos no deseados, las niñas eran quienes pasaban mayoritariamente del vientre materno al barro de la calle.
Patricia Rodón