Desde el siglo XIX hasta hoy, miles de mujeres emigran desde zonas rurales a las ciudades sin otra cualificación que su juventud y su fortaleza para conseguir un trabajo como empleadas domésticas. Esa tarea esconde múltiples abusos, desde el castigo físico y psíquico hasta la secreta servidumbre sexual.
Las casas poderosas tenían una silenciosa tropa criadas para realizar los distintos quehaceres.
“Cerebro y útero no pueden desarrollarse conjuntamente”, sentenciaban los pensadores de los siglos XVIII y XIX que mantenían a sus empleadas domésticas alejadas de cualquier tipo de cultura.
Los trabajos de cocina, limpieza, jardinería, cosido, lavado y planchado de las vestimentas y demás tareas realizadas en la casa de otras personas, desde el aparentemente glamoroso servicio de mesa al esforzado mantenimiento de establos, era un privilegio propio de la aristocracia y sus ejecutores eran, en su mayoría, hombres.
Pero hacia 1800 comenzó a extenderse a la nueva, creciente y siempre ambiciosa burguesía; los nuevos ricos, tomando los modelos de la nobleza, consideraban un signo de distinción tener personal masculino en las tareas más “visibles” y a una silenciosa tropa de mujeres ajenas a la familia, las llamadas “domésticas”, para realizar los distintos quehaceres de la casa.
Con el paso del tiempo y democratizarse este trabajo, el servicio fue progresivamente cada vez menos masculino y jerarquizado (como ocurría entre los nobles y familias recién ascendidas en la escala social que hacían gala de dudosos blasones y recién adquiridos linajes) para ser más femenino y desvalorizado.
En un desplazamiento que refleja la escasa movilidad social de la época, las mujeres emigraron desde las zonas rurales a las ciudades sin otra cualificación que su juventud y su fortaleza. Estas migraciones internas, observables tanto en Europa como en América, tienen sus raíces en la esclavitud, el colonialismo y la secreta servidumbre sexual.
Todas estas mujeres compartían el ser pobres, migrantes, analfabetas, buenas para las tareas domésticas y rigurosamente solteras. También tenían en común el depender de los caprichos, veleidades y prejuicios de un hombre, el mayordomo, quien por el sólo hecho ser hombre -aunque tuviera los mismos orígenes humildes y necesidades-, era “por naturaleza” superior a ellas. Este señor, tan empleado doméstico como ellas mismas, contrataba al personal, asignaba las tareas y establecía rigurosas jerarquías entre los servidores, cada uno identificado, inclusive, con el uso de un uniforme específico.
Las jóvenes que entraban al servicio en una casa tomaban esta modalidad de trabajo, en un principio, como la preparación para el matrimonio: las mujeres que venían de zonas rurales aprendían a ahorrar el poco dinero que no enviaban a sus familias, se formaban correctamente en las tareas de ama de casa, recibían algo de instrucción elemental y aprendían las reglas básicas para vivir en la ciudad adquiriendo un puñado de modales urbanos.
Poco a poco, el matrimonio como meta tuvo que ser postergado: hacia mediados del siglo XIX el servicio en la casa del señor acaudalado y de la señora deslumbrada con los encantos de la burguesía adquirió un carácter permanente y las domésticas –ya fueran amas de llaves, cocineras, criadas, sirvientas, camareras, institutrices o niñeras- que decidían casarse rendidas al llamado de su prometido que las reclamaba desde su pueblo, o las que quedaban “fatalmente” embarazadas eran inmediatamente despedidas.
Si, acosada por las preguntas, la joven confesaba quién era el padre del bebé a cambio de algún tipo de protección para ella y su hijo, su futuro dependía de la buena voluntad de los señores dependiendo de si el padre del niño era el mismo señor de la casa o alguno de los hijos, tíos, primos, sobrinos y allegados de la familia de “buen nombre”.
La muchacha podía ser despedida y remitida a su pueblo con el niño y deshonrada; podía ser tolerada en la casa hasta el nacimiento del bebé, el cual era inmediatamente llevado a un orfanato o podía mantener a su hijo con ella viviendo en la zona reservada a los criados hasta que el “bastardo” alcanzara una edad en la que comenzaba trabajar sin recibir ninguna remuneración.
La necesidad económica, la postergación del matrimonio y el temor al embarazo fue una combinación fatal, puesto que condenó a un celibato permanente a miles de mujeres que no podían prescindir del poco dinero que ganaban: muchas de ellas mantenían a sus padres ancianos o enfermos, o a sus hermanos pequeños hasta que crecían. Cuando éstos ya podían empezar a ganarse la vida por sí mismos, la hermana ya era mayor y no estaba en edad “casadera” y pasaba a la detestada categoría de las solteronas.
Decenas de novelas registran estas dolorosas travesías de la vida privada de las mujeres, y miles de telenovelas de todas las latitudes, relatan con mayor o menor conciencia social, la historia del amor entre el educado señor de la casa y la rústica empleada doméstica. Quienes hayan disfrutado de la película de Lo que queda del día, novela de Kazuo Ishiguro llevada al cine por James Ivory, tendrán un completo retrato de ese mundo secreto que detrás de los grandes salones y lujosas habitaciones, vivían los criados en su cocina, atiborrados pasajes y pequeñas habitaciones en lugares ocultos de la casa.
Las empleadas domésticas lo habían tenido todo: promiscuidad pero sin conocer la intimidad; exilio sin esperar regreso ninguno; manejo de la casa pero no hogar. De ahí que de entre las múltiples y sordas soledades que nos habitan, haya surgido un doloroso dicho: “Soledad es vivir en casa ajena”.
Patricia Rodón
Fuente: http://www.mdzol.com/nota/415344/