La sangre de las mujeres siempre se ha considerado impura, algo sucio, una enfermedad.
La primera infancia es relativamente asexuada y usamos la palabra "bebé" como una denominación neutra. Hasta los 3 o 4 años los niños visten casi la misma ropa, usan el mismo largo de cabello, juegan a los mismos juegos, viven en las faldas de las mujeres. Más tarde comenzará el proceso de sexuación.
Los relatos de la infancia de las niñas son escasos; entre muñecas y juegos, de las tareas domésticas junto a su madre, de la costura con su abuela y de los relatos que hilvanan esas horas hay sólo un puñado de autobiografías y memorias, entre ellas la de George Sand. Y las novelas escritas por hombres que “narran” a las niñas desde una mirada ejemplificante como la Alicia de Lewis Carroll, la Cosette de Victor Hugo o la pequeña Dorrit de Charles Dickens.
Más allá de la literatura, la vida real de las niñas durante la infancia era ardua: estaban más encerradas, más vigiladas que sus hermanos, y si se agitaban demasiado se las calificaba de "varones fallados".
“Se las pone a trabajar más temprano en las familias populares, campesinas u obreras, retirándolas precozmente de la escuela, sobre todo si son las hijas mayores. Se las recluta para tareas domésticas de toda clase. Futura madre, la niña reemplaza a la madre ausente. Se la educa más de lo que se la instruye”, señala Michelle Perrot en Mi historia de las mujeres.
La Iglesia –católica y protestante- se apropió de las niñas sin familia o de familias pobres para reclutarlas en sus talleres donde les enseñaban rudimentos de lectura (para rezar) y les daban clases magistrales de costura, cocina y de todo lo relacionado a las tareas domésticas.
Hacia fines del siglo XIX, la escuela se hizo obligatoria y gratuita pero no mixta; los niños y las niñas estudiaban, estrictamente separados. La escuela siempre ha estado preocupada por la moralidad, es decir, por la sexualidad de las alumnas cuando llegaban a la adolescencia. Las jóvenes, frescas y vírgenes, constituían una fuente de tentaciones: eran, por el sólo hecho de serlo, una provocación para los hombres de todas las edades. Y la literatura lo reflejó a través de las novelas de Balzac, Proust y las hermanas Brontë, entre otras.
La llegada de la menstruación que da comienzo a la pubertad era un hecho silencioso, incluso vergonzoso, susurrado entre las mujeres de la casa y anunciado elípticamente al padre, quien ya podía disponer de la joven para prometerla en matrimonio, si es que no lo había hecho antes.
Los cambios corporales, como el crecimiento de los senos y la “regla”, eran vividos traumáticamente por las niñas puesto que no estaban prevenidas ni sabían qué significaban. La sangre tenía su silenciosa metáfora en una peculiar tarea de costura: con hilo rojo la mujer-niña bordaba sus iniciales en las sábanas de su ajuar nupcial. La creación de esa marca era simbólica puesto que en el transcurso del trabajo sobre la tela se le contaba cómo serían sus trabajos sobre la cama.
La sangre de las mujeres siempre se ha considerado impura, algo sucio, una pérdida incomprensible, una indisposición que le impedía cumplir los deberes maritales, una enfermedad a la que atribuir sus cambios de humor; su falta, un síntoma de embarazo, de enfermedad o de vejez.
Sólo desde hace unas pocas décadas, las madres hablan con sus hijas libremente de la menstruación y de lo que significa. Y aunque hoy está en vigencia el “día femenino” que autoriza a una mujer no asistir al trabajo cuando “está indispuesta” y vemos por televisión incontables tipos de protectores para “esos días”, es difícil encontrar a un empleador, estatal o privado, que acepte sin mascullar ese derecho. Con o sin alas.
Patricia Rodón
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