La industria de la moda cultiva sin mayores complejos imágenes andróginas y vende ambigüedad sexual deliberadamente. Muchos exitosos diseñadores como McQueen o Calvin Klein tratan de reeditar con su particular estética a modernas Georges Sand, pero con severos trastornos alimenticios, sin libros firmados con seudónimos y sin el inspirado piano de Chopin.
Sin embargo, a lo largo de la historia toda semejanza de la mujer con el hombre era una inquietante anomalía.
Hacia los siglos XVII y XVIII, Ilustración y Romanticismo de por medio, se valoró en las mujeres con especial énfasis y toneladas de poemas, sus diferencias corporales: la piel pálida y suave, el cabello largo y trabajado, las manos y los pies pequeños. Aquellas zonas de su cuerpo vinculadas a la reproducción, es decir, la cadera y los pechos abundantes volvieron a convertirse en sinónimos de feminidad deseada.
Por ello, los siempre atentos franceses inventaron el corset, macabro heredero de los corpiños y ceñidores de tela que habían usado las mujeres hasta el 1600.
El corset tenía como objetivo resaltar las formas femeninas; se trataba de afinar el talle y destacar la cola y los pechos. Las modistas ponían tanto empeño en esta misión de afinar el talle que se llegó al extremo de lograr cinturas de 40 centímetros, las llamadas “cinturas de avispa”.
Con todos los órganos fuera de lugar era lógico que las señoras y señoritas se desmayaran a cada rato, lucieran reglamentariamente pálidas y, como casi no podían respirar ni moverse, tuvieran buenos modales. Su elaborada red de madera, huesos y acero las convertía en campeonas de los suspiros, reinas de la languidez y candidatas constantes al cementerio.
El corset condenaba a las mujeres –las madres se ocupaban de que las hijas comenzaran a usarlos desde la adolescencia- al dominio permanente de sus movimientos; era una especie de tutor físico y moral, ya que sus imbricadas y tirantes cintas desalentaban al más osado caballero, que además, tenía que sortear también las tramoyas de los miriñaques y polizones de las faldas y enaguas para llegar a la piel de la mujer deseada. Este doble armazón, el del corset y el del miriñaque, convertía el cuerpo de las mujeres en un castillo inalcanzable que los hombres debían conquistar. Mientras que para ellas era una verdadera cárcel de tela de la que no podían huir sin obtener una severa condena social.
Los corsets, coquetas máquinas de dolor, se confeccionaban de seda, raso y brocados, piezas flexibles de hueso de ballena (los más caros) o de madera, broches de diversos metales y gran profusión de cintas y cordones que permitieran apretar mejor el tórax de la sacrificada mujer.
Tenían elevados precios y a las costureras que los confeccionaban, las corseteras, se la llamaba “las brujas de la vida elegante”.
Fue el gran fetiche en cuanto a indumentaria durante más de tres siglos hasta que en 1905 el visionario modisto Poiret se atrevió a abolirlo diseñando vestidos lisos, sueltos y muy elegantes con los que inició una verdadera revolución cultural puesto que las mujeres, que ya habían logrado desprenderse de los artefactos que las ceñían de la cintura para abajo, tomaron esta opción y abandonaron el oprimente corset para adoptar el más sencillo corpiño.
La célebre bailarina Isadora Duncan fue una de las clientas dilectas del señor Poiret y Coco Chanel una de sus herederas.
Sin embargo, a lo largo de la historia toda semejanza de la mujer con el hombre era una inquietante anomalía.
Hacia los siglos XVII y XVIII, Ilustración y Romanticismo de por medio, se valoró en las mujeres con especial énfasis y toneladas de poemas, sus diferencias corporales: la piel pálida y suave, el cabello largo y trabajado, las manos y los pies pequeños. Aquellas zonas de su cuerpo vinculadas a la reproducción, es decir, la cadera y los pechos abundantes volvieron a convertirse en sinónimos de feminidad deseada.
Por ello, los siempre atentos franceses inventaron el corset, macabro heredero de los corpiños y ceñidores de tela que habían usado las mujeres hasta el 1600.
El corset tenía como objetivo resaltar las formas femeninas; se trataba de afinar el talle y destacar la cola y los pechos. Las modistas ponían tanto empeño en esta misión de afinar el talle que se llegó al extremo de lograr cinturas de 40 centímetros, las llamadas “cinturas de avispa”.
Con todos los órganos fuera de lugar era lógico que las señoras y señoritas se desmayaran a cada rato, lucieran reglamentariamente pálidas y, como casi no podían respirar ni moverse, tuvieran buenos modales. Su elaborada red de madera, huesos y acero las convertía en campeonas de los suspiros, reinas de la languidez y candidatas constantes al cementerio.
El corset condenaba a las mujeres –las madres se ocupaban de que las hijas comenzaran a usarlos desde la adolescencia- al dominio permanente de sus movimientos; era una especie de tutor físico y moral, ya que sus imbricadas y tirantes cintas desalentaban al más osado caballero, que además, tenía que sortear también las tramoyas de los miriñaques y polizones de las faldas y enaguas para llegar a la piel de la mujer deseada. Este doble armazón, el del corset y el del miriñaque, convertía el cuerpo de las mujeres en un castillo inalcanzable que los hombres debían conquistar. Mientras que para ellas era una verdadera cárcel de tela de la que no podían huir sin obtener una severa condena social.
Los corsets, coquetas máquinas de dolor, se confeccionaban de seda, raso y brocados, piezas flexibles de hueso de ballena (los más caros) o de madera, broches de diversos metales y gran profusión de cintas y cordones que permitieran apretar mejor el tórax de la sacrificada mujer.
Tenían elevados precios y a las costureras que los confeccionaban, las corseteras, se la llamaba “las brujas de la vida elegante”.
Fue el gran fetiche en cuanto a indumentaria durante más de tres siglos hasta que en 1905 el visionario modisto Poiret se atrevió a abolirlo diseñando vestidos lisos, sueltos y muy elegantes con los que inició una verdadera revolución cultural puesto que las mujeres, que ya habían logrado desprenderse de los artefactos que las ceñían de la cintura para abajo, tomaron esta opción y abandonaron el oprimente corset para adoptar el más sencillo corpiño.
La célebre bailarina Isadora Duncan fue una de las clientas dilectas del señor Poiret y Coco Chanel una de sus herederas.
La paradoja es que hoy, cien años después, miles de mujeres elijan solitas, otra vez un mandato masculino que no tiene ya que nada ver con la reproducción, la presunta castidad ni con la moda; y que abandonado el corset y las fajas recurran a peligrosas dietas y a inescrupulosos cirujanos para lograr, con dos costillas menos, aquella irreal y deformante “cintura de avispa”.
Patricia Rodón
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