El cabello velado, oculto
debajo de una mantilla, de un pañuelo, de una prenda de encaje ha sido una de
las constantes de la vestimenta femenina. Los más diversos tocados, extraños
sombreros y tupidos velos también sirvieron a lo largo de la historia para ocultar
las melenas de las mujeres. Desde siempre el cabello ha estado relacionado con
la sexualidad; el pelo expuesto, suelto, desmelenado es un importante indicador
erótico. De ahí que hasta no hace tanto tiempo, era corriente y normal
que las jóvenes llevaran el cabello suelto como símbolo de disponibilidad sexual;
una vez que se casaban, debían llevarlo recogido en un moño o rodete, y al
llegar a la edad adulta, viudez incluida, debían cortárselo sobre la nuca. Uno
de los regalos más preciados que podía hacer una doncella a su pretendiente era
obsequiarle un precioso guardapelo con un rizo de cabello atado con una cinta. Sea
para evitar las tentaciones propuestas por la desmelenada Eva, para no
enloquecer de amor como Calisto por Melibea en La Celestina, o para combatir el
capricho de la tricofilia (fetichismo por el cabello a partir del cual se
alcanza la excitación sexual), las mujeres han debido siempre tapar su cabeza y
sus hombros con distintos atuendos por mandato masculino.
Uno de los usos más
extendidos, y aún vigente, es la mantilla. Ésta es una variante del velo, del
rebozo y del popular manto que desde antiguo usaban las mujeres para acudir a
las celebraciones religiosas y para mostrarse en público. Esta vestimenta
adquirió, a lo largo de los siglos, caracteres propios en cada región,
ajustándose a las condiciones climáticas, sociales y económicas de las ciudades
y los pueblos. Así, en las zonas de bajas temperaturas, las mantillas tenían
por finalidad el abrigo y se confeccionaban con diferentes tipos de materiales,
desde cueros bien curtidos hasta paños, que iban desde el terciopelo y la seda
al algodón más burdo; en las zonas más cálidas, los tejidos eran más suaves y
ligeros en procura de una prenda más ornamental y lujosa.
Entre los encajes destacaron
los de bolillos, como el Blonda, que se elabora con dos tipos de seda y se
caracteriza por los motivos grandes de tipo floral; el chal francés de
Chantilly que tiene diseños de carácter vegetal y es más etéreo; y los bordados
en tul. Hacia el siglo XVIII se popularizó el uso de las mantillas de encaje
tanto entre las damas de alta condición social como en las cortesanas y en las
villanas, las mujeres del pueblo, que aprovechan los bailes y las ferias para
lucir este atuendo, preferiblemente blanco. En el siglo XIX este textil desplazó
a las mantillas de paño y seda en el arte del tocado y era una prenda
imprescindible para salir a pasear por las tardes.
Poco a poco, jóvencitas y
señoras se fueron despojando de este atavío tan frágil, puesto que la
delicadeza del encaje les imponía un cuidado especial y resultaba francamente
incómodo para bailar y divertirse. Las mujeres siguieron utilizando pequeñas
mantillas hasta bien entrado el siglo XX para ir a misa, conocidas por toquitas
y de media luna. El velo de las monjas, el velo de comunión y el velo de novia
son reminiscencias de aquellos primitivos mantos, cuyo uso fue quedando
relegado a ciertas conmemoraciones y actos específicos, como la Semana Santa en
países de profunda tradición católica, sólo que el color obligatorio para este
vestido es el negro.
Pero como las mujeres saben
perfectamente cómo invertir los signos, aquel encaje que se utilizaba para
tapar y ocultarse de Dios y de los hombres, desde hace un par de décadas se usa
para insinuar y mostrar. Las prendas de encaje se han convertido en uno de los
tejidos más sexys y femeninos del mercado: todo el guardarropa puede ser
confeccionado siguiendo los pasos del viejo bolillo y es el arma mortal,
indiscutible de la lencería que tiene como único objetivo incrementar las
tentaciones que inventa la desmelenada Eva y enloquecer de pasión a todos los
Calistos del mundo.
Fuente: http://www.mdzol.com/nota/378404
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