Ese caluroso y pesado domingo 4 de enero de 1970 se prestaba para ir a dar una vuelta a la montaña después de almuerzo. La excusa en mi caso era que había venido, de San Rafael, un amigo a visitarme y quería llevarlo a pasear por los alrededores. Yo tenía 18 años y esa tarde, lo que nunca, había sacado el auto de mi padre sin siquiera avisarle. Después de dar varias vueltas por Cacheuta y Potrerillos decidimos volver. Fue en el retorno cuando se largó una tormenta de verano de aquellas que caracterizan a Mendoza, que parece caerse el cielo. Como la radio del auto hacía mucha descarga la apagamos, así fue como no tuvimos oportunidad de escuchar ninguna noticia ni advertencia sobre lo que estaba pasando en la ciudad.
La entrada a la ciudad fue feroz, las calles estaban peor que siempre, más que anegadas eran verdaderos ríos de agua. Como, por entonces, vivía en la zona de Pedro Molina debía atravesar toda la ciudad –Canal Zanjón Cacique Guaymallén mediante- para llegar de vuelta a mi casa. Estaba intranquilo porque había sacado el auto sin permiso y sin decirle a nadie, lo cual no era habitual en mí.
Entramos a la ciudad por el sur, por la actual ruta panamericana y desde allí fui procurando ir por el sector más alto, para evitar los anegamientos, y así enfilamos por el oeste, por calle Paso de los Andes. Fuimos de manera zigzagueante bajando hacia el centro. Bajábamos por Barcala cuando, al llegar a San Martín no me animé a cruzar ese río de agua que era la avenida principal de la ciudad. Delante nuestro iba un colectivo de larga distancia de la empresa Chevalier y en mi inconciencia aproveché que él se largó para cruzar a su costado, ya que el colectivo con su envergadura frenaba el avance del agua. Al entrar en calle Corrientes me dije que había sido una locura haber entrado en la Ciudad Vieja en un día así. El agua iba de borde a borde las casas, cubriendo lo que había sido la vereda y en altura alcanzaba hasta la mitad de las puertas del auto y más que andar, sentía que el auto flotaba.
Yo me dije _si se llega a parar el motor no lo podremos volver a encender_. A diestra y siniestra en las bocacalles se encontraban autos dados vueltas por la fuerza del agua, autos superpuestos unos sobre otros…en fin… Como nunca había visto yo en Mendoza. Cuando llegué a la calle Montecaseros me dije: _ ¡es una locura seguir!_ Y frené el auto. En ese preciso instante el auto se paró y ya no hubo manera de hacerlo arrancar nuevamente. Le dije a mi amigo: _ ¡no te movás de aquí!_yo me voy caminando a mi casa de manera de tranquilizar a mi viejo que no tiene idea de por dónde ando y si me ha pasado algo a mí o al auto_
Caminaba a tientas en este río de agua sucia sin saber cuando cruzaba o no una acequia. Ya que, aunque la profundidad no era mucha, unos 50 cm. cuando metía mi pierna en una acequia la profundidad llegada a un metro más y era seguro que allí me caía. Así, tanteando como un ciego, llegué a la calle Ituzaingó, la antigua Cañada, famosa por sus torrentes en días de lluvia intensa como había sido esta calurosa tarde de enero. A todo esto ya había parado la lluvia en la ciudad lo cual no significaba que hubieran terminado sus consecuencias.
En esta época acababan de levantar las vías de los tranvías que circulaban por calle Ituzaingó, dejando en su lugar un cauce de unos 70 cm. de profundidad por 1,50 m de ancho. Las vías habían sido dejadas, ínter tanto, en los bordes de esta zanja. Aunque crucé con precaución la calle Ituzaingó, en ésta no se distinguían las veredas sino que era un mar de agua de acera a acera. Nada me hizo advertir la zanja de las antiguas vías del tranvía. La corriente no era excesiva, a punto tal de no poderse cruzar la calzada pero, al pisar ese hueco imprevisto para mí, me caí en la zanja del tranvía y la corriente comenzó a llevarme.
En esos momentos vertiginosos pensé que lo peligroso no era ahogarme por la profundidad del agua sino que la corriente, con su fuerza, me arrastrara y me golpeara la cabeza con alguna columna de alumbrado público o un tronco de árbol. Todo esto lo pensaba mientras iba siendo arrastrado por las aguas sin saber que estaba pasando realmente en Mendoza, del por qué de esta catástrofe…
Que las calles de Mendoza se transformen en canales en días de tormenta no es algo que sorprenda a los mendocinos y a sus gobernantes menos. Les parece algo absolutamente natural, tanto como el hecho que siempre que llovió…paró. No sabíamos ni yo, ni mi amigo, que estábamos viviendo “un aluvión” como aquellos que sufría Mendoza antes de tener las defensas aluvionales en el piedemonte. Había colapsado, precisamente, el dique aluvional del Frías, el más importante en el piedemonte.
En el camino hacia el norte, hacia donde baja la pendiente de la ciudad, dando tumbos por la fuerza de la corriente se me ocurrió que si no podía pararme, al menos, me convendría ir braceando para esquivar los obstáculos que se me iban presentando. Ya para esta altura de mi razonamiento llevaba 70 metros arrastrándome por calle Ituzaingó. Cuando… en una de mis torpes brazadas encontré algo metálico y me agarré fuertemente a ello. Era una pila de rieles amontonados de los tranvías que estaban escondidos debajo del agua. Cuando me agarré a los rieles, la corriente me hizo dar un brusco giro de 180 grados y quedé con sólo mi cabeza hacia fuera, como el periscopio de un submarino, mirando a favor de la corriente y con mi cuerpo colgando con las piernas hacia el norte. _No sé en que momento, desde ahí, escuché decir a un vecino: _ ¡Dicen que viene otra oleada a la altura del zanjón Frías y San Martín y que estiman tardará unos 20 minutos para llegar a la Ciudad Antigua_ La advertencia no era para nada tranquilizadora ya que yo pensaba que, sin la nueva oleada solo podía sacar la cabeza, el nuevo alud me taparía y ahí sí que me ahogaría de verdad…
Fue entonces que pude parar la aceleración con que venía funcionando mi cabeza y poder pensar que sería lo mejor hacer. Un vecino me sugirió largarme una manguera de plástico, a lo que yo respondí que: si me soltaba de los rieles para agarrar la manguera me iba a volver a ir con la manguera puesta encima_ _¡Busque algo más firme!_ le dije. En ese instante, otro vecino salió con una soga que largaron, a la manera del far-west de un lado hacia el otro de la calle. Quien la recibió, desde el Parque O’Higgins la ató fuertemente a una columna de alumbrado y cuando quedó tensa, frente a mí, solté los rieles y me fui agarrando de la cuerda hasta poder llegar a la vereda opuesta. Una vez allí pude pararme y vi que había perdido los zapatos y la camisa en el trayecto y que estaba lleno de rasguños, pero que no me dolían. Es el lado bueno del stress. De mi boca me saqué hojas y basura que había tragado en la salida. Como todos los vecinos estaban en las puertas de sus casas o desde las ventanas observando, uno de ellos salió a mi encuentro con un vaso inmenso de coñac que me lo tomé de una, como se toma un tequila: ¡de golpe! Algunos querían llamar al Hospital pero yo les dije que estaba bien, que no hacía falta. En realidad, lo que me urgía era ir a ver que había pasado con el auto que habíamos dejado con mi amigo a dos cuadras de ahí. Mientras iba al encuentro del auto me decía _ahora lo único que me falta es que el aluvión se haya llevado también al auto…y sería cartón lleno para una tarde de infortunio.
Cuando retorné sobre mis pasos ya había pasado lo peor y la prometida segunda oleada no llegó nunca. Entonces pude verificar que el auto ya no estaba. Al menos, no estaba donde se nos había parado el motor. Pregunté por él a los vecinos y me dijeron: _ ¡Ah! ¿Un Rambler rojo? Si…lo vimos… ¡enfiló por Montecaseros hacia el norte y lo perdimos de vista…!
Empapado, embarrado, lastimado, sin zapatos, sin camisa y sin auto llegué a mi casa. No lo podría haber hecho en condiciones más lamentables. Mi padre que aún estaba remoloneando en la cama esa tarde de domingo, cuando me vio, se paró de golpe como quien ve a un aparecido y me dijo: _¿Que te pasó?_ Un aluvión papá…Se ha roto el Dique Frías y toda la avenida del agua de la precordillera ha entrado sin control a la ciudad. [Como en la época colonial, podría agregar hoy que cuento esta anécdota] _¿Y el auto? ¿Como está?_ Me preguntó. _¿El auto?_ Le repregunté. _No sé adonde está. La última vez que lo vieron iba por la calle Montecaseros hacia el Norte… [¡Ja, ja ja!!]..Hoy me río, pero el auto iba al núcleo del agujero negro que era la zona de Ituzaingó y Cnel. Díaz, un lugar tradicional de confluencia de aguas en épocas de aluviones. Como no había señales de mi amigo supuse que él seguía adentro del auto por donde éste anduviera.
Con mi padre volvimos juntos al lugar adonde yo había dejado el auto [yo ni pude pensar en vestirme, fui descalzo como llegué] y del auto ni noticias… Obvio contar los rezongos de mi padre en el trayecto de vuelta a casa, porque no alcanzarían las páginas…
Los veteranos de la televisión local, la que por los años ‘70 estaba todavía en sus inicios en blanco y negro, todavía recuerdan la audacia periodística y el sentido de la oportunidad que tuvieron ya que, desde la torre del edificio Escasany, entonces de Canal 7, arrimaron las inmensas y pesadas cámaras de televisión de entonces a las ventanas para transmitir, en vivo y en directo, lo que estaba ocurriendo, para sorpresa de todos, en Mendoza…
Un par de horas después y cuando ya era de noche entrada sentimos en la puerta de casa la bocina del Rambler. Quien la tocaba era mi amigo que venía lo más campante sin ningún daño, ni él, ni el auto. Había podido arrancarlo y lograr dar un gran periplo por Las Heras y el Bermejo para poder llegar a mi casa sin cruzar por el Zanjón en su parte más crítica.
El diario Los Andes del día siguiente junto con la cobertura de todos los daños materiales provocados por el aluvión en la ciudad por el temporal y la ruptura del Dique Frías y dar la cifra estimada de 25 muertes ocurridas esa tarde, en su mayoría residentes en viviendas precarias ubicadas en las márgenes del Zanjón Frías, las pérdidas materiales fueron inmensas, en una pequeña nota da también cuenta que en la 4ª Sección, más precisamente, en la calle Ituzaingó un joven de unos 18 años fue arrastrado por las aguas salvando “milagrosamente” su vida. Mi madre, que había estado en la casa de unas amigas jugando a las cartas, escuchó la noticia del joven en la calle Ituzaingó por la radio y luego nos comentó que dijo a las amigas: _ ¡pobre madre!_
El por qué me han interesado tanto la historia de las acequias y zanjones de Mendoza no creo necesite demasiada explicación, ni haga falta ser demasiado perspicaz, aunque esto contradiga -risueñamente lo digo- todo lo científicamente argumentado en este libro.
Jorge Ricardo Ponte
Autor del libro; “DE LOS CACIQUES DEL AGUA A LA MENDOZA DE LAS ACEQUIAS. Cinco siglos de historia de acequias, zanjones y molinos”; 442 páginas, con 156 planos y 78 ilustraciones [32 planos a 4 colores y 22 planos a 2 colores]. Edición “Ciudad y Territorio” INCIHUSA-CONICET, Mendoza; 2006
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1 comentario:
Qué interesante leer la historia contada en primera persona. Excelente,
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