(Pequeñas Piezas de la Historia, por Gabriel Horacio Blasco Dantuono)
Un gran ejemplo para demostrar lo que todos sabemos, que la parca no perdona, es Felipe II de España. Le toco gobernar el imperio español, en una época que era sinónimo de gobernar el mundo. Y lo hizo de rechupete. Con solo 30 años ostentaba los títulos de Rey de España, Portugal, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, duque de Milán, soberano de los Países Bajos, duque de Borgoña y rey de Inglaterra e Irlanda. Esto último por haber contraído matrimonio con María I, más conocida como 'María la Sanguinaria'. Si recordamos los territorios de ultramar españoles como América y Filipinas, en los dominios de Felipe II nunca se ponía el sol. Pero semejante poder agitaba sus fantasmas, así que cuando reposaba en el monasterio de San Lorenzo de El Escorial, que él mismo había hecho construir, se hacía traer alguna reliquia a sus aposentos. Cuando digo 'reliquia', no me refiero a una ánfora etrusca, sino a la otra etimología de la palabra, o sea, el hueso de algún santo. ¿Porqué lo hacía en el Escorial? Porque allí se encuentra el que se cree mayor relicario del mundo. Allí abundan cuerpos de reyes y santos, pero sobre todo mucho hueso suelto. Más de 150 cráneos y cerca de 5000 huesos que alguna vez algún santo llevó bajo la piel. Ah, y también hay pellejo, mucho pellejo santo. Esta necrópolis a mano del rey era una pesadilla para los frailes que la custodiaban, sobre todo cuando el soberano se enfermaba y le venían ganas de hacer las paces con dios. Cuando cumplió los 68 años, unas fiebres recurrentes lo tenían para el cachetazo, pobres frailes, se chocaban en los pasillos llevando costillas y santos menudos. Milagrosamente se recuperó y había que aguantarlo paseándose por el palacio con cara de 'vieron incrédulos'. Un par de años después la cosa se puso fulera, una gota avanzada lo fue postrando y retorciendo. Fue llevado casi inválido a El Escorial. Una infección generalizada lo hacía hervir en su propio fuego y sus aposentos quedaron chicos para tanto hueso junto. 50 días duró su agonía donde no podía soportar ni el roce de una pluma, pero se las arregló para organizar su funeral. El primer pedido fue un abuso, abrir el féretro de su padre que llevaba 40 años de muerto. Quería chusmear como estaba embalsamado para quedar igualito. Quería un ataúd interno de plomo para evitar que en los primeros años se filtraran olores. Lo que nadie le decía es que al no poder bañarse y no poder tocar sus supuraciones, peor no podía oler. El ataúd exterior lo quería hecho con la madera de un viejo galeón portugués que adornaba los jardines. Los frailes se arrepintieron de preguntarle '-Algo más su alteza?'. La respuesta fue '-Sí, quiero que luego de mi muerte se celebren 62 mil misas seguidas y cuando las terminen otras 6 por día a perpetuidad, además quiero que siempre haya 2 sacerdotes rezando al lado de mi tumba'. Si hoy se tiene la dicha de visitar El Escorial no se ve a ningún sacerdote flanqueando su tumba ni hay 6 misas diarias en su honor. En algún momento de estos últimos 422 años se traspapelaron las instrucciones de Felipe II.
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