Durante la Edad Media se creía no sólo en el poder del demonio, sino en su capacidad "tomar" las almas de los distraídos y de firmar pactos diabólicos con las siempre intrigantes y lujuriosas mujeres, que sufrieron todo tipo de torturas y vejaciones de camino a la hoguera.
"La partida de las brujas", óleo de Luis Ricardo Falero, de 1878 (detalle). (Foto pintura.aut.org)
A lo largo de la historia siempre hubo personas o instituciones que se arrogaron el privilegio de distinguir entre lo normal y lo anormal, lo santo y lo diabólico y lo sano y lo enfermo como si esas categorías existieran en algún orden moral supremo.
Y si se era mujer se estaba constantemente en la mira y lo más probable era que el temido dictamen final para las chicas fuera el de anormal, diabólica y enferma.
La Iglesia siempre ha tenido una enorme debilidad por el sexo femenino, de ha ahí que para distinguir entre las auténticas místicas y las novias de Satán, por ejemplo, estableció una suerte de clasificación.
Las pseudomísticas no eran más que locas (más tarde fueron llamadas histéricas) que caían en trance por una alteración nerviosa y debían recurrir a un médico; las falsas místicas sufrían un estado de alteración por una intervención claramente diabólica, por que era perentorio someterlas a un exorcismo.
Y las místicas auténticas eran quienes caían en trance y sufrían un estado de alteración pero por obra y gracia de Dios; estas damas privilegiadas debían ser investigadas rigurosamente teniendo en cuenta una posible canonización.
Para los hombres de la Iglesia las diferencias entre estas tres condiciones “naturales” de la mujer era difícil de establecer porque todas compartían una extraña conducta: podían vivir sin alimentos.
Durante la Alta y la Baja Edad Media y el Renacimiento, el mundo cristiano creía firmemente no sólo en el poder del demonio, sino en su capacidad de corporeizarse, de “tomar” las almas de los distraídos y de firmar pactos diabólicos con las siempre intrigantes y lujuriosas brujas. Para ellos cuando la excomunión no alcanzaba, por eso aplicaron todo tipo de torturas y vejaciones de camino a la hoguera.
Las brujas quedaron oficialmente ligadas al demonio a partir del Concilio de Letrán, en 1215, que las ratificó como, digamos, sus secretarias terrestres encargadas de llevar a cabo a sus ritos, sus engaños, sus terribles maleficios y, por supuesto, sus tentadoras orgías.
¿Cómo hacían para detectar y, sobre todo, diagnosticar tan “juiciosamente” a las brujas? Porque el cuerpo de esas secuaces del diablo era revisado centímetro a centímetro, a conciencia, como en una tomografía de dios, digamos, pero con manos humanas, hasta encontrar el llamado “estigma diabólico”, una marca profunda de color rojo escondida en algún recóndito lugar del cuerpo.
Los santos hombres de la Iglesia no se privaban, en su misión divina, de tocar, manosear y violar –había que encontrar el revelador “estigma diabólico” con cualquier herramienta, incluido su pene- a cuanta mujer fuera acusada de brujería. Además, estaban las terroríficas torturas a las que eran sometidas las sospechosas sólo porque no comían y al estar mal alimentadas, padecían de alucinaciones.
Mediante la tortura, los inquisidores buscaban obtener la confesión de ese goce inenarrable que sólo se manifestaba con la extrema privación. Estos hombres querían saber a toda costa qué sentían las mujeres poseídas por el Diablo durante sus arrebatos y para arrancar este secreto, en las sesiones de tortura no habrá límites para los hombres de la Iglesia, que harán pedazos los cuerpos de las mujeres en el afán de averiguar de qué están hechos y dónde se alojaba su misterioso poder.
Especialistas en este tema aseguran que en los libros de la Inquisición no hay ninguna descripción del aspecto físico de las brujas; únicamente se mencionan los buscados “estigmas diabólicos” que sólo la sabia mirada y las ardientes manos de los inquisidores podían detectar.
Al mismo tiempo, tenían una estricta “lógica” para acusar de brujas a bellas y seductoras jóvenes. Sostenían sin el menor pudor que era muy sencillo para el demonio encontrar brujas o crearlas, porque tanto las buenas mujeres como las malas eran más crédulas, influenciables y lascivas que los hombres, de ahí que las mujeres fueran el blanco principal y el arma elegida por el Maligno.
La Iglesia, y con ella todos los buenos cristianos, creía y afirmaba que la brujería tenía su origen en el insaciable apetito sexual de las mujeres por lo que debían recurrir a los demonios para satisfacerlo. Los inquisidores sostenían que la infidelidad, la lujuria y la ambición eran los grandes tres vicios de las mujeres que había que combatir o controlar a toda costa.
Si sobrevivían a las minuciosas torturas y las secretas “orgías santas” en los sótanos y celdas de los monasterios; si por alguna extraña razón esquivaban el fuego final de la hoguera, y no perdían la razón en el tránsito, aquellas apetecibles y hermosas jóvenes, se convertían en esas ancianas flacas, malvadas y decrépitas que recogió el imaginario popular primero y luego la literatura infantil tradujo para la modernidad a través de los cuentos tradicionales.
Y todo, por un poco de sexo sádico.
Patricia Rodón
Fuente: http://www.mdzol.com/nota/301402-de-novia-con-el-diablo-y-manoseada-por-dios/