miércoles, 10 de junio de 2015

Cólera: esa epidemia tan temida A fines del siglo XIX, los mendocinos vivieron una pesadilla dantesca. La enfermedad se cobró la vida de cerca de 4 mil personas. Los presos de la Penitenciaría enterraron a las víctimas.

 La alarma se encendió a fines de 1886, tras la muerte de una humilde mujer en el distrito del Plumerillo, departamento de Las Heras: por segunda vez desde la colonia, la temida epidemia de cólera había llegado a Mendoza.

Un Vibrio cholerae importado
La enfermedad comenzó a propagarse en nuestro país tras el arribo de un barco proveniente de Nápoles -Italia- al puerto de Buenos Aires, cuyo ingreso había sido prohibido en Brasil y Montevideo ya que algunos tripulantes estaban enfermos. Entonces, el cólera comenzó a propagarse rápidamente en la ciudad y en poco tiempo se extendió en gran parte del territorio argentino. Tal vez, la imprudencia de los funcionarios de ese momento al no tomar medidas preventivas hizo que el flagelo llegara rápidamente hasta nuestra provincia.
Un gobernador precavido
Cuando las malas noticias llegaron a Mendoza, el gobernador Rufino Ortega ordenó la creación de un comité de higiene integrado por reconocidos médicos locales. Además, decretó una cuarentena por siete días, a realizarse en la misma frontera, para cada persona que quisiera ingresar a la provincia.
Sin embargo, esto fue mal visto desde Buenos Aires y el ministro del Interior, Eduardo Wilde, ordenó revocar la decisión, ya que atentaba contra el buen desarrollo de las actividades comerciales. 
Ante tal presión, Ortega tuvo que levantar la medida. Al mismo tiempo, Luis Lagomaggiore ordenó para la Capital urgentes medidas sanitarias: quemar la basura, desinfectar letrinas con cal, regar y mantener impecables las veredas y casas, entre otras.
La bacteria que arrasó con todo
Pese a los cuidados, la enfermedad se propagó y en nuestra provincia fallecieron entre 2 mil y 4 mil personas. Como las camas para los pacientes no eran suficientes, se recurrió a la atención domiciliaria y se organizaron comités, que contaban con médicos particulares y extranjeros.
La ciudad quedó desolada; como los empleados municipales se negaron a enterrar los cuerpos, la tarea debió ser realizada por los internos de la Penitenciaria. Recurso de vital importancia en épocas de catástrofes, la prensa de Mendoza comunicó a los pobladores medidas para evitar la enfermedad. 
Las recomendaciones iban desde evitar las frutas y los desarreglos con bebidas alcohólicas, la extenuación física y los cambios bruscos de temperatura, hasta la conveniencia de comer carnes y pescados fritos o asados y la prohibición de beber y usar agua de acequias.
En los primeros meses del año siguiente, la epidemia comenzó a mermar produciéndose menos víctimas fatales hasta que desapareció. 

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