"Joven mujer frente al espejo", de Edgar Degas (1889). (Foto pintura.aut.org)
Nadie sale de su casa sin haberse mirado, comprobado y afirmado en su pulida superficie. Todos dependemos de él para verificar nuestro aspecto y algo de lo que dejan salir los ojos entre los horarios de trabajo, las múltiples tareas de cada día y lo que realmente somos, o creemos que somos.
Cuando la malvada bruja, enemiga número uno de Blancanieves, se miraba en el espejo mágico y le preguntaba: “Espejo, espejito, ¿quién es la más bella del reino?”, y el astuto espejo le contestaba: “Eres tú, mi reina”, no hacía otra cosa que repetir uno de los gestos rituales más antiguos del mundo.
Desde que las aguas un estanque le devolvieron a Narciso su hermosa imagen atrapándolo para siempre en la contemplación de sí mismo, hombres y mujeres han tenido un espejo en la mano, ya sea para regodearse y alimentar las pequeñas vanidades que le devuelve la imagen como para controlar los avances del arenoso tiempo sobre el cuerpo.
No es suficiente la imagen que los otros nos proporcionan de nosotros mismos, de ahí que desde antiguo la gente se haya mirado en superficies pulidas de metal, latón, de azogue, de vidrio.
Los retratos y los autorretratos que signan la historia de la pintura no son otra cosa que una indagación acerca del otro o de uno mismo. Son un espejo quieto.
No es casual que fueran los venecianos, maestros en el arte del ocultamiento y del disfraz, quienes perfeccionaran los espejos en el siglo XVI y lo exportaran al resto del mundo con su correspondiente valor agregado de narcisismo y sensualidad.
Como su costo era muy elevado, durante siglos sólo hubo un espejo en cada casa y estaba ubicado en el lugar más privado de la misma, en el baño, donde el rostro y el cuerpo, liberados de los artificios del maquillaje, la peluca, las fajas, los corsets, podían abandonar la apariencia social, la máscara pública para contemplarse desnudos en su plenitud o decrepitud.
Sólo a comienzos del siglo XX los espejos se abaratan, se multiplican y su uso se generaliza en todas las clases sociales, no ya como un artículo suntuario sino como una necesidad básica.
Su diseño y localización en los hogares cambia, sale del ámbito del baño o del vestidor y pasa al dormitorio y al salón.
Con ello comienza a determinar conductas que tienen que ver con una nueva actitud ante al cuerpo: el gozo del aseo, los placeres del baño, la apariencia de salud, los secretos compartidos del sexo.
Las mujeres pasamos, como mínimo, alrededor de dos horas diarias frente al espejo, pintándonos, controlando la piel o el cabello o decidiendo qué nos vamos a poner para salir a la calle, decidiendo qué atuendo nos queda mejor de acuerdo a la tarea que tenemos que desarrollar.
Obviamente, cuando vamos a comprar ropa o cuando nos resignamos a pasar horas en la peluquería el tiempo ante esa superficie fría, honesta y brutal se extiende más.
Los hombres, cada vez más coquetos, pasan alrededor de una hora por día en los mismos menesteres.
En la era de la cirugía estética, de las mujeres adictas a la silicona, a los quirófanos donde se estira, se rellena y se corrige la piel, donde un bisturí administra huesos, grasa y pelos, el momento del espejo es el de una confrontación deseada y temida al mismo tiempo. Ante la imagen que devuelva los ojos sonreirán, inseguros, o buscarán, velados, el indicio de lo que falló.
La personalidad termina de construirse en tanto conocemos nuestro cuerpo y los detalles de nuestro cuerpo. Aunque siempre dependemos de la aprobación de los demás, antes de exponernos hacemos lo posible para que la opinión del otro nos favorezca. Aunque con dispares resultados, trabajamos para embellecemos.
Aliado o enemigo, espía o cómplice, socio o traidor, el espejo se convierte todos los días en el escenario de nuestra íntima batalla con nosotros mismos.
Pero, curiosamente, el único lugar donde nadie llora es ante un espejo.
Patricia Rodón