Hoy, a pesar de que existe una aparente igualdad formal en el terreno laboral, la realidad social es bastante distinta. (Foto flickr.com/photos)
Aunque muchos lo nieguen, la imagen de la mujer que trabaja sigue estando íntimamente asociada a las tareas del hogar, entendidas como “obligaciones” del ama de casa y no como trabajo “real”.
La antigua destreza en las labores del huso y la rueca, del estrépito de ollas y sartenes, o el más moderno rumor de la máquina de coser o de tejer siguen siendo para muchos virtudes básicas de la condición femenina. Es más, constituyen una bendición portadora de múltiples ventajas.
Entre ellas, porque sabe ahorrarle a su marido, puede vestirse a su gusto, puede vestir sus hijos, puede adornar su hogar, puede alterar y corregir ropa, puede crear y reproducir cosas nuevas, a su gusto, sabe aprovechar bien su tiempo, sabe no estar ociosa, puede ayudar a otros y puede regalar cosas hechas por sus manos, ejemplifica la prolífica pastora Mary Welchel en su inefable manual La mujer cristiana y trabajadora.
Esta mujer “virtuosa” se detalla, para católicos y protestantes, en el libro de Proverbios, capitulo 31 de la Biblia. La virtuosa realiza actividades productivas desde que el sol se levanta hasta que el sol se oculta, contribuye para el bienestar de su casa y es una clave muy importante, se desenvuelve bien en el hogar y es temerosa de Dios. Es decir, es virtuosa porque hace el trabajo doméstico, es obediente, cumple con sus deberes maritales y, por supuesto, tiene hijos.
Ampliando estos conceptos los desgrana enumera y analiza: debe ser buena administradora, debe distribuir inteligentemente lo mucho o lo poco que tiene, no puede malgastar el dinero y tiene la obligación de estar pendiente de las cuentas de la casa.
Es hacendosa: “Cuando realiza las labores del hogar no se molesta, ni protesta porque no le ayudan, el trabajo de la casa no la ofusca, lo hace contenta y a pesar del cansancio que deja el trabajo secular, realiza el de su casa feliz porque sabe que ese es su hogar, su lugar de deleite”, amplía con una sonrisa.
“Honra a su marido como su cabeza”, lanza la proba Welchel sin ponerse colorada. “En cualquier lugar habla bien de él. Lo honra a solas y en público. Se cuida de no contar a otros sus problemas o criticar lo que su esposo no hace”.
Y por supuesto es determinada, obediente, femenina y humilde. Virtudes que redobla si trabaja fuera de la casa, en una oficina, una fábrica, un restaurante o un hospital.
En su memorable Momentos de paz para mujeres que trabajan (editado en 2007) aconseja, entre otras muchas cosas, trabajar para Jesús (el sueldo no importa); aceptar calladita las órdenes del más insoportable y arbitrario de los jefes porque esto es “un buen ejercicio espiritual”; “vestirse para glorificar a Dios”, o sea, nada de ropa que llame la atención por inapropiada (léase, faldas cortas, escotes amplios, pantalones insinuantes); aguantarse y rezar si se ocupa un puesto inferior a tu nivel de preparación; alejarse de las personas que no te convienen, es decir, todos los hombres. Una verdadera visionaria esta señora.
Si “el trabajo es una maldición divina” que alude a la paradoja de que el laborar para ganarse el sustento impide dedicarse al pensamiento, la filosofía o el arte; si el trabajo dignifica puesto que sirve para realizarnos como personas, la mujer ha estado siempre entrampada en los múltiples discursos religiosos, culturales y sociopolíticos que manipularon estas ideas. Y en peores condiciones que el hombre debido a la desigualdad total, percibida como lógica, naturalizada y asumida durante mucho tiempo por las propias mujeres.
Hoy, a pesar de que existe una aparente igualdad formal en el terreno laboral, la realidad social es bastante distinta. Del huso y la rueca domésticos pasamos a las oficinas, donde una mujer es “virtuosa” cuando es dos veces más eficiente que un hombre, cuando se muerde la lengua ante las arbitrariedades y, sobre todo, cuando no pide que le aumenten el sueldo.
Patricia Rodón
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