La iglesia de San Bernardo, construida en el siglo XVII delante del cerro que lleva el mismo nombre, es una de las reliquias arquitectónicas del país. Cumplió funciones de hospital en los primeros años de la Guerra de la Independencia, pero a partir de 1820, abandonado a su suerte, fue deteriorándose. Por fin en 1844, gracias a la gestión del padre Isidoro Fernández, se convirtió en convento de clausura y, desde entonces, fue ocupado por monjas carmelitas.
A pesar de su hermetismo, el convento guarda una curiosa relación con los casamientos. No nos referimos a la actual costumbre de las novias que posan en el frente para sumar la vista al álbum de su gran día, sino a un viejo hábito que perdura y tiene que ver con el temor a que llueva el día de la fiesta.
Existe una antigua creencia de que se logra alejar la lluvia enterrando en un jardín o potrero un huevo de gallina. En la ciudad de Salta, esa idea popular ha derivado en la siguiente tradición: los días previos al casamiento, algún pariente, en vez de enterrarlos, lleva huevos al convento.
La escena se repite casi todas las semanas: el emisario traspasa la puerta de estilo barroco y se topa con una segunda entrada que siempre está cerrada. Golpea en una ventana y anuncia que trae huevos: "Para que no llueva el sábado", por ejemplo. Las monjitas, ya acostumbradas, abren una pequeña puerta por donde asoma una bandeja giratoria. Allí se colocan los huevos.
Del otro lado, reciben el paquete y entregan a cambio un pequeño libro con rezos. Lo que termina generando que muchos lo aprovechen y recen para que no llueva.
En 1941, el tradicional y concurrido convento de San Bernardo fue declarado Monumento Histórico Nacional. Merecido reconocimiento al sitio que dio albergue a las bajas de los ejércitos que actuaron bajo las órdenes de Castelli, Belgrano y Rondeau.
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