El país al que regresamos continuamente a través de homenajes a la Gesta Libertadora tuvo particularidades fascinantes y cotidianas que se pierden en el esplendor de la epopeya. Recorrerlo a través de los ojos de diversos viajeros nos acerca aun más al mismo, descubriéndonos agazapados en sus caminos polvorientos. Hasta 1810 las provincias tenían un gran comercio e independencia económica. “Había industrias; en Buenos Aires ninguna”, apunta Mariquita Sánchez de Thompson. De Corrientes llegaban lienzos a la capital virreinal; de Córdoba, frazadas y ponchos; de Mendoza, unas alfombras muy requeridas, vino y gran cantidad de frutas secas. Una de nuestras especialidades eran las pasas de uva secas a la sombra, eran verdes a la vista y muy requeridas. También enviábamos dulces, sumamente apreciados porque era complicado conseguir frutas durante algunas épocas del año. Además destacaban nuestras aceitunas, almendras y nueces. Con la Revolución de 1810 “nos abrimos al mundo” y esto atrajo a muchos británicos. El fin mercantil detrás de las Invasiones Inglesas –producidas poco antes– cristalizó: nuestras tierras se llenaron de manufacturas británicas, ahogando la producción regional. Esto –entre otras variables– generó una fuerte crisis en las economías locales. Sánchez de Thompson lo describe a la perfección en carta a su hija Florencia: “... Yo he conocido a estas provincias ricas, más industriosas que Buenos Aires. La Independencia ha sido para ellas una ruina”. En la actualidad la innovación urbanística estrella son las bicisendas. Por entonces la novedad era otra: se colocaban postes unidos con sogas de cuero a lo largo de las aceras. Buscaban así salvaguardar la integridad física de los peatones cada vez que se desbocaba un caballo. Aunque no existían bocinas, la calle era sumamente ruidosa, ya que, debido a la falta de elásticos en los carros, se oía un rechinar constante y molesto. Fueron años de cambios en las costumbres, principalmente para Buenos Aires, debido a la apertura del puerto y la llegada masiva de elementos extranjeros. Hasta aquí algunas generalidades, pero ¿cómo era nuestra provincia por entonces? La Mendoza testigo de San Martín fue retratada en crónicas de diversos extranjeros, cuya lectura resulta fascinante para quienes tenemos cierta debilidad por el terruño. En este camino hallamos a sir Francis Bond Head, ingeniero militar que sirvió a la armada británica entre 1811 y 1825. Se encontraba en Edimburgo cuando –a mediados de la década de 1820– se le propuso hacerse cargo de una exploración de minas en las provincias del Río de la Plata. Llegó a estos parajes buscando plata en Uspallata. Sobre la ciudad escribió: “Mendoza –relata– es una ciudad pequeña y aseada. Todas las calles están trazadas en ángulo recto; hay una plaza cuadrada [actualmente: plaza Pedro del Castillo] en uno de cuyos lados se levanta un gran templo [actualmente: Ruinas de San Francisco] (...). Las casas son de una planta, todas las principales con puerta cochera que da al patio rodeado por habitaciones.
“Las casas son de barro con techos del mismo material; las paredes blanqueadas le dan aspecto limpio, pero el interior, aunque blanqueado, parece un granero inglés (...). Tienen vidrios en las ventanas, pero la mayoría carece de ellos”. Casi todos los hogares poseían pequeños negocios, los precios eran bajos –en comparación con otras zonas– y se vendían telas de origen británico. Con la Revolución de 1810 nos abrimos al mundo y esto atrajo a muchos británicos. El fin mercantil detrás de las Invasiones Inglesas cristalizó y nuestras tierras se llenaron de manufacturas británicas.
Cómo se veía a los mendocinos
Sir Francis describió a los mendocinos como seres de “aspecto muy tranquilo y respetable”. Por entonces ocupaba la gobernación Juan de Dios Correas, a quien se refiere como un anciano con “maneras y aspecto de caballero; y varias hijas lindas”. Tiempo antes el general Juan Galo Lavalle coincidió con esta apreciación y desposó a una de ellas, Dolores, definida por Pastor Obligado como la “hermosa mendocina” de abundante cabellera negra, fisonomía delicada y dulzura en el trato. Pero estas muchachas no fueron las únicas que llamaron la atención del visitante: “A las mujeres solamente se las ve de día sentadas en las ventanas en completo deshabillé, pero a la tarde van a la Alameda vestidas con muy buen gusto en traje de gala con cola, completamente al estilo de Londres o París”. Consideró a los habitantes de estas tierras el mejor ejemplo de amistad: “La manera en que toda la gente se reúne demuestra mucho sentimiento de bondad y compañerismo, y por cierto nunca vi menos rivalidad manifiesta en ningún otro lugar”. Pero también un paradigma en cuanto a pereza, debido a las grandes siestas.
“Era realmente singular –señala– pararse en una esquina y encontrar en todos los rumbos soledad tan completa en medio de una capital de provincia. El ruido producido al caminar era semejante al eco que se oye cuando uno se pasea solo por la nave de una iglesia o catedral, y la escena parecía de las desiertas calles de Pompeya (...). Al pasar por algunas casas siempre oía ronquidos”.
Sir Francis se aburrió desmedidamente y terminó asegurando que no había nada mejor para hacer en Mendoza que dormir. Aun así se dio un par de vueltas por la Alameda. “El paseo a menudo se ilumina de un modo sencillísimo con linternas de papel, en forma de estrellas, y alumbradas por una simple candela. Toca generalmente una banda de música (...). Siempre iba como extranjero cabal a la Alameda para tomar helados”. Los helados eran entonces una novedad llegada de Chile. Muchos los llamaban “nieves” y Buenos Aires aún no los conocía. En esta época los viajes se realizaban por motivos específicos, como científicos, laborales o militares. El turismo no existía y tuvo sus primeras expresiones recién a fines del siglo XIX.
Los hospedajes no eran de lo mejor
Contentar al viajero no era prioridad y las condiciones de hospedaje dejaban mucho que desear. El inglés Peter Schmidtmeyer lo especificó en sus escritos. Sumamente decepcionado de su paso por Mendoza en 1821, encontró aquí lo mismo que en otras provincias, en un viaje desde Buenos Aires a Santiago de Chile. Según su experiencia, el viajero no podía pretender nada bueno, ni amable: “Un refugio cerrado, una mesita sucia, una silla rota, un cuero en el suelo para acostarse, una pared agrietada y un techo podrido para ventilación es lo que puede esperar, y pronto los encontrará lujosos. Descenderá a este ‘cuarto del viajero’ (...) separado de la casa de la posta. A la noche se entrará allí su equipaje y raramente haya otra cosa para darle la bienvenida que pulgas, chinches y mosquitos (...). En cuanto al desayuno, su consistencia a menudo no excede en este país la de algunos mates y un cigarro (...). De noche hay que atrancar la puerta, si la hay, y tener armas de fuego listas por temor”.
Esta era la Mendoza desgastada por el esfuerzo de abastecer al Ejército de los Andes, ciudad simple pero adornada por laureles. Una capital lejana y polvorienta que no hacía mucha gracia a los extranjeros, pero de la que debemos estar orgullosos: acababa de parir libertad.
Fuente: http://losandes.com.ar/article/view?slug=mendoza-la-que-acuno-la-libertad
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