Su historia se remonta a los albores de la cultura. Concebido para honrar a la divinidad pasó luego a ser usado para disimular los malos olores corporales y para despertar ardientes pasiones. Sufrió la censura, el robo de fórmulas y la tradición. Es uno de los pilares de la industria cosmética y un arma amatoria.
Liz Taylor en una publicidad de perfume.
Los perfumes no tienen principio. Aunque han acompañado a hombres y mujeres, tanto en el cuidado personal como en el ámbito social, desde que alguien hace miles de años cortó una flor o quemó una bolita de incienso en un rústico recipiente, su historia se pierde en la noche de los tiempos.
Antes de la aparición de los perfumes tal como los conocemos ahora se usaban simplemente sustancias aromáticas puestas en un pequeño caldero; su humo fragante impregnaba la piel y los vestidos de las personas al inundar con su tenue olor las habitaciones por las que transitaban o los lugares a los que concurrían. De hecho, si vamos a la etimología de esta palabra mágica, vemos que proviene del latín en la que per significa por y fumare, humo.
Las esencias aromáticas más usadas en la antigüedad eran la mirra, el benjuí, el estoraque, el ámbar, el incienso, la resina de terebinto, el gálbano, el ládano y el almizcle. En toda Asia Occidental y en la cuenca del Mediterráneo era generalizado el uso de perfumes tanto en ceremonias religiosas como en el ámbito doméstico.
Aún hoy persiste la costumbre en el uso de botafumeiros o “echachumos” que se pueden ver en las celebraciones de algunas iglesias o en ocasión de actos religiosos especiales como procesiones. Esta costumbre tiene un doble significado, ya que representa un símbolo de pureza, de la purificación humana y es, al mismo tiempo, un tributo a la divinidad, ya que el tenue humo perfumado subiendo al cielo lleva en sí misma una ofrenda al ser superior que, halagado, concederá su protección.
Y entre nosotros, quién no tiene en su casa un incensario para encender de vez en cuando o un calderillo en el que un aceite aromático se evapora lentamente al calor de una pequeña llama que perfuma el ambiente y nos pone de buen humor.
Por los restos arqueológicos, los especialistas deducen que fue la refinada cultura sumeria la primera en desarrollar los ungüentos y perfumes, dando origen a lo que sería la industria cosmética. Los egipcios tomaron las ideas básicas de la elaboración de perfumes y la perfeccionaron.
Los griegos creían que los aromas eran un regalo de los dioses y para conservarlos crearon bellos frascos de cerámica, entre los cuales destaca el esbelto y popular lekytos que aún hace las delicias de los turistas y sirve de inspiración a los grandes diseñadores de los emporios del perfume.
Como una vaporosa nube, los perfumes llegaron a Roma y a Bizancio donde su uso se extendió y alcanzó extremos curiosos. Por ejemplo, las damas romanas, muy higiénicas ellas, hacían que sus esclavas se llenaran la boca de perfume y se los rociaran o escupieran por todo el cuerpo.
A pesar de la condena de la Iglesia Católica sobre el uso de las esencias líquidas para el arreglo personal porque inducía, cuándo no, al pecado, la influencia de la sofisticada cultura árabe permitió que este elemento esencial de la coquetería se popularizara en la Europa medieval. Y fue un árabe llamado Albucaste quien perfeccionó el destilado del alcohol sirviéndose de alambiques para realizar los primeros experimentos con la maceración de las flores; a este proceso le agregó un poco de alcohol, logrando que fuera el gran soporte de las esencias e desarrolló el perfume en forma líquida.
El procedimiento era sencillo y tuvo cientos de imitadores quienes fueron creando una de las industrias más lucrativas de la historia. Los mercaderes de perfumes iban de posada en posada y de castillo en castillo ofreciendo sus productos a las damas en un recipiente en forma de manzana que se hizo rápidamente popular, pues como se bañaban muy poco, se pasaban un trapito perfumado en las axilas y entre las piernas para oler mejor.
Fue la italiana Catalina de Médici, esposa de Enrique II de Francia y “mecenas” de Nostradamus, quien introdujo los perfumes en ese país porque no podía soportar el olor corporal de los galantes cortesanos y cortesanas. Mientras más fuerte era el perfume que usaban los habituales de la corte, más contenta estaba la reina. Catalina, además impuso el corset, el estilo de montar a lo amazona y de paso hizo que los caballeros y damas se bañaran más, aunque no tuvo mucho éxito porque uno de sus descendientes, Enrique IV de Francia no se bañaba ni perfumaba jamás, tanto que su esposa y sus amantes se desmayaban y vomitaban por el olor nauseabundo del rey. Un real asco.
Cuando se puso de moda que los guantes también estuvieran perfumados, los guanteros se vieron en la necesidad de producir aceites olorosos que no dañaran las telas de sus delicadas confecciones. Por ello cultivaron en sus tierras naranjos, lavanda, jazmines, y sobre todo, rosas: así inventaron la famosa eau de toilette. Quizá el uso más extraño que tuvieron los perfumes es que también se usaron para lavarse los dientes.
La famosa agua de colonia es la versión de Jean- Marie Farina, una monja francesa que mejoró la receta del árabe Albucaste y se la vendió a los perfumistas alemanes de la ciudad de Colonia. Por eso, cuando una mujer o un hombre elige hoy un sofisticado perfume y lo contrasta en el piel es interesante que recuerde las palabras de Jean-Baptiste Grenuille, el protagonista de El perfume, la novela de Patrick Süskind: “Y una vez en su interior, el perfume iba directamente al corazón y allí decidía de modo categórico entre inclinación y desprecio, aversión y atracción, amor y odio. Quien dominaba los olores, dominaba el corazón de los hombres”.
Patricia Rodón
Fuente: http://www.mdzol.com/nota/299709