La buena cocina fue apareciendo cuando el Virreinato comenzó a recibir damas más o menos refinadas.
La gastronomía, como bien cultural adquirido y como experiencia sensible (placer y goce) es una expresión del patrimonio intangible de los pueblos y de su historia del comer -o del no comer- en virtud de los ajetreos de la vida política y económica de cada país.
De las mesas de elegantes banquetes o burdos mesones de pulpería sin olvidar las cocinas de barrio y los manjares compartidos en la cama, el menú de los argentinos parece haber sido siempre desmesurado.
Mariquita Sánchez de Thompson, además de cantar, cocinaba bien y odiaba a los ingleses invasores de 1806. La dama decía en su salón que los invasores británicos habían empezado a pagar sus culpas comiendo lo malo que aquí se comía. Parece que en las fondas del Buenos Aires colonial se comía muy mal y las penurias del paladar eran notables porque a pesar de la abundancia nadie invertía su tiempo en los quehaceres gastronómicos.
“Mientras en Londres con doscientas libras de carne cenan doscientos milords, aquí con la misma cantidad sólo se alimentan ocho gauchos”, escribió un viajero. A metros del casco urbano, los hombres ponían en acción boleadoras, lazos y cuchillos, carneaban una vaca y se la comían casi cruda sólo con sal, reseña Víctor Ego Ducrot en su estupendo libro Los sabores de la Patria. Las intrigas de la historia argentina contadas desde la mesa y la cocina (Norma).
Un fogón sobre piedras, ollas y sartenes de hierro eran la única tecnología de las cocinas de las casas de la ciudad. Casi todos los días se comía puchero, al que entonces llamaban “olla podrida”, carne asada y mandioca; alguna gallina hervida, mazamorra (granos hervidos en agua o leche), y frutas que llegaban del Litoral. Todo en porciones gigantescas.
En Mendoza, Córdoba y Tucumán la “olla podrida” era sustituida por el locro como plato diario. La expresión popular “parar la olla” proviene del modo de preparación del locro ya que el maíz se cocinaba en un recipiente de hierro de tres patas parado sobre un fogón.
Un buen locro tenía maíz blanco, porotos, carne de vaca gorda, chorizos, huesos de cerdo, perejil, cebollas, cebollas de verdeo, zapallo, papas, camotes, sal y pimienta, grasa de cerdo, pimentón y ají molido. Si cocinarlo bien era un arte, servirlo no lo era menos.
Ducrot cuenta que el mismísimo Domingo Faustino Sarmiento comentó una vez que en la sociedad porteña del siglo XIX todos eran “gordos y culonas” porque los habitantes del Virreinato eran generosos con su estómago.
En las ciudades se desayunaba mate y galletas, se almorzaba a las dos de la tarde, y a la tarde se volvía con el mate o el chocolate y las galletas. Se cenaba a las nueve de la noche, siempre abundante: una buena sopa, el cocido, cuatro platos, dos postres de frutas y queso para el almuerzo y tres platos para la cena. Livianito.
“El menú crecía en cantidad y variedad a medida que aumentaba el estrato social de los comensales y como en aquellos tiempos lo más alto de la sociedad estaba representado por funcionarios, militares, curas y comerciantes prósperos eran ellos los que justamente podían disfrutar de banquetes y comilonas protocolares”, destaca Ducrot. Los vinos eran de Mendoza, de Oporto o de Cataluña.
La buena cocina fue apareciendo cuando el Virreinato comenzó a recibir pequeñas dosis de cosmopolitismo vía “mercaderes, espías, extranjeros y damas más o menos refinadas que se convertirían en amantes y anfitrionas de talento”.
A estas damas se las llamaba “mujeres enamoradas” y no eran cocineras; no alimentaban el fogón del puchero sino el fogón de los lechos de los colonos, criollos y soldados. Trabajaban en locales de esparcimiento que fueron los primeros cafés del viejo Buenos Aires. Allí se jugaba a los naipes, dados, ajedrez y truques (una especie de billar), se bebía vino o ginebra y se tenía sexo.
Patricia Rodón
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