Tras la interminable travesía de la pampa —tan monótona como inclemente— Mendoza se revela como un remanso inesperado: bella, industriosa, casi milagrosa. Allí donde el viajero agotado cree que la tierra ha renunciado a toda promesa, el paisaje se abre en huertas generosas y vides extendidas, alimentadas por las venas líquidas de los ríos Mendoza y Tunuyán. Brotan de la tierra uvas brillantes, melones dulces, membrillos dorados, duraznos suaves y peras perfumadas. Pero esa fertilidad es apenas una isla entre la aridez: más allá, donde habitan los pehuenches, el suelo retoma su dureza ancestral y el horizonte se vuelve hostil. La ciudad se extiende con humildad y carácter. La arquitectura prescinde de ornamentos: muros de adobe blanqueado, techos de caña sobre tirantes de madera y una cubierta de barro que resiste las escasas lluvias cuyanas. Las tapias pardas, hechas de paja y tierra amasada, encierran jardines amplios, mientras las calles —surcadas por acequias— se distinguen por una limpieza que honra a sus habitantes más que a sus recursos. Quien llegue como forastero encontrará mejores albergues en las casas particulares que en las fondas, de aspecto lastimoso. Y no falta quien abra sus puertas generosamente si el viajero trae consigo cartas de las ciudades hermanas, Buenos Aires o Santiago. El interior de las viviendas carece de lujos importados, pero la calidez de los anfitriones suple con creces los refinamientos ausentes. Mendoza conserva intacto su espíritu patriarcal, sencillo y profundo, aún ajeno a ciertas vanidades modernas. Las clases sociales —aunque distintas— no exhiben distancias insalvables. Hay comerciantes prósperos, descendientes de ilustres sin fortuna, y una mayoría laboriosa que, con empeño, ha conquistado la posesión de pequeñas parcelas. Nadie parece verdaderamente indigente. Las tiendas, escasas y sobrias, ofrecen textiles ingleses, repetidos, como si el comercio se desentendiera de la diversidad. Pero si hay un corazón en la vida pública mendocina, es la Alameda. San Martín la ha embellecido con esmero: cuatro hileras de álamos —introducidos por el vecino Juan Cobo— flanquean el paseo, y entre ellos florecen bancas de barro, macizos de flores y hasta un pequeño templete griego que sorprende por su solemnidad. Al atardecer, cuando el sol se rinde al horizonte, damas y caballeros salen a saludar, conversar y disfrutar de helados frescos. La esposa del gobernador suele aparecer entre las sombras doradas, acompañada por sus amigas, destacándose entre ellas la señora de Luzuriaga. El espíritu público, lejos de marchitarse en medio del clima bélico que atraviesa la provincia, se agiganta. Tres escuelas primarias —una estatal, otra privada, y una conventual— acogen a unos seiscientos niños. Preocupado por la ausencia de educación superior, San Martín ha movilizado recursos para terminar el Colegio de la Santísima Trinidad, cuyo edificio crece bajo un fervor igual al que anima a los patriotas. Pese a las cargas fiscales impuestas por la causa, los mendocinos colaboran sin quejas, manteniendo su buen humor. Las tertulias y los bailes siguen siendo asiduos, como si la vida misma se resistiera al desánimo. (“Gaceta de la Historia”, Editada por la Fundación del hombre en uenos Aires en 1976)
Bienvenidos al sitio con mayor cantidad de Fotos antiguas de la provincia de Mendoza, Argentina. (mendozantigua@gmail.com) Para las nuevas generaciones, no se olviden que para que Uds. vivan como viven y tengan lo que tienen, primero fue necesario que pase y exista lo que existió... que importante sería que lo comprendan
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martes, 5 de agosto de 2025
🌵 Mendoza en 1815: retrato de un Viajero. Un oasis entre la vastedad y el polvo
Tras la interminable travesía de la pampa —tan monótona como inclemente— Mendoza se revela como un remanso inesperado: bella, industriosa, casi milagrosa. Allí donde el viajero agotado cree que la tierra ha renunciado a toda promesa, el paisaje se abre en huertas generosas y vides extendidas, alimentadas por las venas líquidas de los ríos Mendoza y Tunuyán. Brotan de la tierra uvas brillantes, melones dulces, membrillos dorados, duraznos suaves y peras perfumadas. Pero esa fertilidad es apenas una isla entre la aridez: más allá, donde habitan los pehuenches, el suelo retoma su dureza ancestral y el horizonte se vuelve hostil. La ciudad se extiende con humildad y carácter. La arquitectura prescinde de ornamentos: muros de adobe blanqueado, techos de caña sobre tirantes de madera y una cubierta de barro que resiste las escasas lluvias cuyanas. Las tapias pardas, hechas de paja y tierra amasada, encierran jardines amplios, mientras las calles —surcadas por acequias— se distinguen por una limpieza que honra a sus habitantes más que a sus recursos. Quien llegue como forastero encontrará mejores albergues en las casas particulares que en las fondas, de aspecto lastimoso. Y no falta quien abra sus puertas generosamente si el viajero trae consigo cartas de las ciudades hermanas, Buenos Aires o Santiago. El interior de las viviendas carece de lujos importados, pero la calidez de los anfitriones suple con creces los refinamientos ausentes. Mendoza conserva intacto su espíritu patriarcal, sencillo y profundo, aún ajeno a ciertas vanidades modernas. Las clases sociales —aunque distintas— no exhiben distancias insalvables. Hay comerciantes prósperos, descendientes de ilustres sin fortuna, y una mayoría laboriosa que, con empeño, ha conquistado la posesión de pequeñas parcelas. Nadie parece verdaderamente indigente. Las tiendas, escasas y sobrias, ofrecen textiles ingleses, repetidos, como si el comercio se desentendiera de la diversidad. Pero si hay un corazón en la vida pública mendocina, es la Alameda. San Martín la ha embellecido con esmero: cuatro hileras de álamos —introducidos por el vecino Juan Cobo— flanquean el paseo, y entre ellos florecen bancas de barro, macizos de flores y hasta un pequeño templete griego que sorprende por su solemnidad. Al atardecer, cuando el sol se rinde al horizonte, damas y caballeros salen a saludar, conversar y disfrutar de helados frescos. La esposa del gobernador suele aparecer entre las sombras doradas, acompañada por sus amigas, destacándose entre ellas la señora de Luzuriaga. El espíritu público, lejos de marchitarse en medio del clima bélico que atraviesa la provincia, se agiganta. Tres escuelas primarias —una estatal, otra privada, y una conventual— acogen a unos seiscientos niños. Preocupado por la ausencia de educación superior, San Martín ha movilizado recursos para terminar el Colegio de la Santísima Trinidad, cuyo edificio crece bajo un fervor igual al que anima a los patriotas. Pese a las cargas fiscales impuestas por la causa, los mendocinos colaboran sin quejas, manteniendo su buen humor. Las tertulias y los bailes siguen siendo asiduos, como si la vida misma se resistiera al desánimo. (“Gaceta de la Historia”, Editada por la Fundación del hombre en uenos Aires en 1976)
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