lunes, 9 de abril de 2018

Infancias, próceres y caudillos Dicen que todos llevamos un niño adentro. Cómo fue aquel pequeño que moldeó el temple y carácter de nuestros héroes.

Rainer Maria Rilke definió a la infancia como la auténtica patria del hombre. Los recuerdos donde habita, al llegar la adultez, encierran ese mundo que dio forma -en gran medida- a lo que somos. Siguiendo esta línea de pensamiento es válido preguntarnos cómo fue la niñez de quienes destacaron en la construcción de nuestra nacionalidad.  Juan Manuel Ortiz de Rozas nació el 30 de marzo de 1793, en la actual calle Sarmiento de Buenos Aires. Dio muestras de un carácter fuerte desde temprana edad, siendo un niño desobediente y difícil al que le gustaba torturar animales. Inventaba tormentos para martirizarlos. “... Sus juegos en esta edad de la vida -cuenta Francisco Ramos Mejía- (...) consistían en quitarle la piel a un perro vivo y hacerle morir lentamente, sumergir en un barril de alquitrán a un gato y prenderle fuego, o arrancar los ojos a las aves y reír de satisfacción al verlas estrellarse contra los muros de su casa...”. Durante su adolescencia provocó incendios, lastimó a sus peones dándoles bastonazos en la cabeza o haciéndolos golpear por animales frenéticos y solía esparcir excrementos sobre la comida de los invitados. Su madre intentó dominarlo a través de penitencias tales como encerrarlo hasta que reflexionara, pero no logró grandes resultados.   Quien sí logró doblegarlo -muchos años después- fue Urquiza. El pequeño Justo José llegó al mundo en 1801, dentro de una familia muy numerosa. Contando con siete años un grupo de maleantes ingresó a su hogar y lo raptó. Tras el pago de un rescate pudo regresar a su hogar y convertirse en una de las figuras más trascendentes de nuestra historia. Bartolomé Mitre era un niño de contextura delicada, casi pálido, flaco y de ojos claros. Lo que por entonces era considerado una debilidad. Tratando de volverlo “rudo”, su padre lo envió a la estancia de Gervasio Rosas. El hermano del Restaurador tenía un establecimiento organizado para que los jóvenes aprendieran los trabajos de campo. En cierta oportunidad -según relató el mismo Mitre en sus “Memorias”- intentaba cruzar un arroyo, “... había llovido bastante y el río estaba algo crecido. Yo no era baqueano en los pasos; buscaba el más aparente para vadearlo, y ya iba a intentarlo por donde mejor me pareció, cuando surgió de improviso un jinete muy apuesto y muy bien aperado, que me gritó: ‘Chiquilín ¿qué vas a hacer?’. ‘Voy a pasar el río, señor’. ‘Por ahí no, criatura, te vas a ahogar’ y agregó imperativo, dando espuelas a su caballo: ‘Sígueme’. Yo le obedecí...”. Lo siguió “... silenciosamente varias cuadras, costeando el río, hasta que, deteniéndose en determinado paraje, me dijo: ‘Este es el vado más seguro. Agarrate bien de las crines de tu caballo y andá tranquilo, pero fijate para no errarle en el regreso (...) ¿De dónde eres?’ [preguntó el jinete] ‘De lo de don Gervasio Rosas, señor’. ‘Ajá, decile a Gervasio que dice su hermano Juan Manuel que no sea bárbaro, que no se envía a una criatura como vos a cruzar el Salado sin mandarlo a la muerte. ¡Y dale recuerdos míos!”, dijo antes de seguir su rumbo.  Pero a Gervasio le resultaba decepcionante hacerse cargo del muchacho, carente de cualidades toscas e interés alguno. Pronto se lo envió a un conocido junto con la nota: “Hágame el servicio de remitir al joven Mitre a su padre porque es un caballerito que no sirve para nada; en cuanto ve una sombrita se baja del caballo y se pone a leer”. Bartolomé recordó siempre con agradecimiento el gesto de Don Juan Manuel, aunque no tanto como para no participar en Caseros.  Quien también estaba en Caseros fue Sarmiento. Más allá de Doña Paula y su telar, la infancia de Domingo Faustino estuvo signada por un hecho particular, muy poco difundido: el prócer tenía visiones a las que se refirió en su ancianidad: 
“... pasaba las veladas de invierno a puerta cerrada -escribió-, toda la familia en torno del brasero árabe, y sobre un estrado se tendía mi cama. Cuando se apagaba la luz, principiaba mi martirio. Un momento después y cuando empezaba a adormecerme, salían de todos los rincones bultos sin forma, de vara y media de alto, como los postes y los palitroques de los juegos de bolos. Eran seres animados, pero sin fisonomías discernibles, y empezaban una danza, un dar vueltas en el interior de la pieza. No me hacían mal ninguno, ni venían hacia mi cama. Yo estaba en lo oscuro, mirándolos aterrado, sin atreverme a gritar de miedo que se irritasen y me hiciesen mal, me comiesen ¿quién sabe? Y esto ha durado años. Al fin estaba habituado a éstas y otras escenas; eran como mis amigos, mis conocidos. La luz del día y el sueño reparador traían la alegría y el olvido de los pasados terrores. Alguna vez conté a mi madre y hermanas estas extrañas visiones. ¿Quién hace caso de tonteras de un niño? Así viví tranquilo con seres fantásticos”.  Además de esa especie de duendes, Sarmiento vio a muy temprana edad a Facundo Quiroga. El Tigre de los Llanos -mucho mayor que él- era su primo lejano y le causó en un desagrado inmenso, del que dio cuenta en “Facundo”. Precisamente en su obra máxima, el sanjuanino describe la infancia de Quiroga a través de la siguiente anécdota: “... jamás se consiguió sentarlo a la mesa común; en la escuela, era altivo, huraño y solitario; no se mezclaba con los demás niños sino para encabezar en actos de rebelión y para darles de golpes. El magister, cansado de luchar con este carácter indomable, se provee, una vez, de un látigo nuevo y duro, y enseñándolo a los niños, aterrados, “éste es -les dice- para estrenarlo en Facundo”. Facundo, de edad de once años, oye esta amenaza, y al día siguiente la pone a prueba. No sabe la lección, pero pide al maestro que se la tome en persona, porque el pasante lo quiere mal. El maestro condesciende; Facundo comete un error, comete dos, tres, cuatro; entonces el maestro hace uso del látigo y Facundo, que todo lo ha calculado, hasta la debilidad de la silla en que su maestro está sentado, dale una bofetada, vuélcalo de espaldas, y entre el alboroto que esta escena suscita, toma la calle y va a esconderse en ciertos parrones de una viña, de donde no se le saca sino después de tres días. ¿No es ya el caudillo que va a desafiar, más tarde, a la sociedad entera?...”.  Pero este relato sarmientino es -hasta el momento- incomprobable y casi nada sabemos  fehacientemente sobre la niñez de Quiroga. Esta incertidumbre se repite en muchos casos, por ejemplo los datos que nos llevan a los primeros años de San Martín son bastante escasos, al punto de que algunos autores cuestionan la historia oficial respecto a su origen. Sobre Rivadavia, contemporáneo y rival del Libertador, sabemos que nació el 20 de mayo de 1780 y con solo ocho años perdió a su madre. Como los niños de la época que accedían al saber recibió las primeras letras con un sistema de enseñanza cruel, expuesto a golpes por parte del maestro y con la obligación de presenciar ejecuciones. Estas pinceladas de infancia nos llevan, de algún modo, a conocernos un poco más. Aquellos niños -convertidos en hombres- dieron forma a lo que hoy llamamos Patria. 

Por Luciana sabina
http://losandes.com.ar/article/view?slug=infancias-proceres-y-caudillos

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