En 1931, la ley condenó al Negro Icazzatti al paredón de fusilamiento. Fue anarquista y uno de los delincuentes más buscados. Antes de morir aseguró que no se arrepentía de nada. (Por Ulises Borderil)
No muchos lo saben pero en Mendoza hubo un fusilado durante el siglo XX. Se llamó Pedro Icazzatti, era delincuente y también anarquista; la Justicia lo llevó al paredón en la mañana del 8 de enero de 1931 donde en el patio de la penitenciaria se enfrentó a un pelotón de fusilamiento. Tenía entonces 23 años y aseguró que no estaba arrepentido de nada.
Pedro Icazzatti, alias el Negro, Santiaguito o Pedro Flores habían nacido en San Juan a comienzos del siglo XX, en el 1908 y ya de pibe nomás, se había hecho ladrón. La policía de San Juan lo tenía como un delincuente precoz y con solo 14 años contaba con un prontuario inusual para su edad, por lo que enseguida abandonó la provincia y entre otros destinos estuvo en Córdoba, San Luis y Rosario, conocida como “la pequeña Chicago”, donde los delincuentes solían graduarse de grandes hampones. Eso hizo Icazzatti y después volvió a Cuyo.
Para 1930, el Negro Icazzatti andaba por Mendoza y acá armó una banda de delincuentes con la que cometió varios asaltos de los que escapó con buena fortuna. Pero el asunto empezó a complicarse en el otoño de aquel año, cuando asaltaron un comercio de Godoy Cruz y las cosas salieron mal, al punto que la banda terminó asesinando a los hombres que atendían aquella despensa: Martín Nora y Francisco. El hecho despertó mucha indignación, en una sociedad que no estaba acostumbrada a los delitos de sangre y la policía, cansada ya de que Icazzatti y los suyos le mojaran la oreja, dispuso un operativo especial para cazarlos.
Eran años tumultuosos para la política argentina y el golpe de Estado en la nación desencadenó, entre otras medidas extremas, la aplicación de la ley Marcial para aquellos casos en los que el gobierno militar así lo entendiera. Mientras tanto, el Negro Icazzatti seguía cometiendo delitos, siempre en la zona del Gran Mendoza y logrando escapar, a veces por minutos de la policía.
Pero la suerte no dura para siempre y menos en el mundo del hampa, donde ciertas deudas se pagan a veces con la traición y eso es lo que le ocurrió a Pedro Icazzatti. Cuentan que un ex compañero de fechorías fue el que avisó a la policía que Icazatti paraba en un conventillo del callejón Ortiz, cerca de la plaza Barraquero y en una mañana de octubre de ese 1930, la policía rodeó la manzana, avanzó por los pasillos de la casona y los techos de las propiedades vecinas y logró dar con Icazzatti; también estaban en aquella pieza su pareja, Berta Escudero y toda la banda: Roberto Argañaraz, Sixto García Rojas, Víctor y Roberto Rodríguez. Hubo un intento de fuga, Icazzatti saltó a través de una pared seguido por Argañaraz y Rodríguez pero no hubo caso y todos fueron detenidos. La noticia llegó a los diarios nacionales y hubo condecoraciones y ascensos dentro de la policía.
Por los crímenes cometidos y porque se comprobó durante el juicio que Icazzatti había sido el autor de los disparos, la causa pasó a un Concejo de Guerra que decretó para el peligroso delincuente la Ley Marcial. Pedro Icazzatti sería fusilado por una decena de asaltos, dos crímenes y media docena más de víctimas heridas.
El joven tenía solo 23 años y recibió la sentencia en un calabozo de Infantería. Ahí mismo le dijo a un periodista de Los Andes que lo entrevistó que no se arrepentía de nada y que jamás se había puesto a pensar en la vida que tuvo: “Simplemente me he dejado llevar”, dijo, sin mostrar preocupación por la pena recibida ni remordimiento por las víctimas de sus atracos.
El condenado fue trasladado a la penitenciaria provincial y en la mañana del 8 de enero de 1931, escoltado por dos guardias y por un sacerdote que, en vano, intentó liberarlo de sus pecados, caminó por el patio hacia el paredón de fusilamiento. Muchos de los presos siguieron aquel momento a través de las pequeñas ventanas de sus celdas que daban al enorme patio.
Dice la crónica de aquella jornada que Icazzatti se mostró tranquilo. Lo sentaron en una silla de totora, le vendaron los ojos y uno de los guardias le leyó la sentencia. Seis oficiales de infantería se pararon frente a él y a la orden de la autoridad, hubo una descarga de fusiles que apuntaron al pecho del condenado. El oficial a cargo del pelotón remató a Icazzatti con un disparo en la cien. Sus restos, aun hoy, se encuentran en el cementerio de capital.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario