domingo, 4 de diciembre de 2016

La prueba de Dios: ¿acaso no sos mujer? Entre las ordalías y las "orgías santas", durante siglos se trató de demostrar la alianza de las mujeres con el Maligno. Violencia y sadismo inusitados fueron la constante de verdaderos espectáculos cuyo objetivo final era la muerte de las siempre misteriosas e insondables mujeres.


Para la religión cristiana, Eva y todas sus descendientes llevan el estigma de la perdición, de socias del mal y novias de Satán. Su fama de cocineras de pócimas mágicas, de excitantes tejedoras del deseo y de amantes lujuriosas, capaces de llevar a los hombres hasta el mismo infierno del placer las condujo, de una u otra manera a lo largo de la historia, a la muerte. 


De ahí que, durante la Alta y la Baja Edad Media y el Renacimiento, el mundo cristiano creía que el demonio “tomaba” las almas de las insondables mujeres en una alianza diabólica. Las que, supuestamente, aceptaban ser las secretarias de Mefisto adquirían de inmediato la categoría de brujas a cargo de poner en práctica sus ritos, engaños y maleficios. 

Pero como los fanáticos cristianos y luego protestantes eran hombres y no tan tontos, en su lógica -no teológica- acusaban de brujas a bellas y seductoras jóvenes mujeres quienes debían ser -¡cómo no!- el blanco principal del Maligno. Afirmaban que la brujería tenía su origen en el insaciable apetito sexual de las mujeres por lo que debían recurrir a los demonios para satisfacerlo en tentadoras orgías de las cuales los hombres estaban estrictamente excluidos.

¿Cómo detectaban a si una mujer era bruja? Basándose en un balbuceante discurso jurídico, se sirvieron de todo tipo de torturas y vejaciones de camino a la hoguera, a la horca, al ahogamiento, bah, a la muerte. 

Uno de los métodos “infalibles” de los que se servían los rijosos eclesiásticos y leguleyos para el diagnóstico de una bruja era la ordalía. Estas comenzaban con la acusación de un supuesto “hechizado” hacia una mujer que habría ejercido –o no- sus maleficios sobre él. La acusada debía probar su inocencia, cosa bastante difícil ante este tipo de delito tan subjetivo; si no lograba deshacerse del cargo, el parcial tribunal ordenaba que fuera sometida a una ordalía. Es decir, una prueba de inocencia dictada directamente por Dios. Y empezaba el espectáculo.

Entre las ordalías más conocidas destaca una verdaderamente ridícula: la del duelo judicial o juicio de Dios, en la que cada parte elegía a un paladín o combatiente profesional –en términos contemporáneos, un patovica o un matón a sueldo- para librar un combate que a través de la violencia debía hacer triunfar su buen derecho.

La más ingenua de las pruebas era la de las candelas: se cortaban dos velas iguales,  se colocaban en el altar y el acusador y en acusada encendían la suya al mismo tiempo: perdía, es decir, era culpable, aquel cuya vela se consumiera antes.

Otro “juicio” divino y naïf era el de los alimentos: la acusada debía comer ante el altar una cierta cantidad de pan y queso mientras los jueces esperaban que, si la mujer era culpable, el mismísimo Dios enviara a una patota de ángeles que le apretaran el cuello de modo que no pudiera tragar aquello que comía.

Pero las verdaderas ordalías eran de una violencia y un sadismo inusitados. Entre las más dolorosas se encuentra la ordalía del hierro candente: la acusada debía tomar con una de sus manos una barra de hierro al rojo vivo (en muchos casos, el hierro era sustituido por plomo fundido) y caminar con ella siete lentos pasos; luego la mano se vendaba y al tercer día el vendaje era retirado. Si no había signos de quemadura, la “bruja” era inocente; si la mano estaba herida, la mujer era declarada culpable.

La prueba de las aguas amargas era digna de un catálogo de horrores y se aplicaba habitualmente a las acusadas de adulterio. Los hombres probos lijaban el altar de la iglesia donde se realizaba el juicio, mezclaban con agua las raspaduras de piedra y madera con vidrio, sebo de vela y otras lindezas y le hacían beber a la mujer el brebaje: si la acusada sentía algún tipo de malestar, como la asfixia, por ejemplo, era culpable; si se sentía bien, era inocente. 

El agua en la cultura cristiana es altamente simbólica, de ahí que este elemento fuera uno de los preferidos por los sacerdotes aprendices de verdugos. En la ordalía del agua caliente la acusada debía recoger unas piedras del fondo de una olla llena de agua hirviendo (a veces, para darle más emoción al espectáculo, se usaba aceite hirviendo); si gritaba de dolor era una bruja hecha y derecha, pero si lo soportaba –apretando los dientes y llorando- se la consideraba inocente. 

Una de las pruebas más usadas era la ordalía del agua fría. En ella se arrojaba a la mujer al agua de un pozo, a un río o al mar atada de pies y manos –a veces, para que Dios estuviera más seguro, se la lanzaba, a lo Houdini, encerrada en una bolsa de tela-. Si la acusada flotaba era culpable puesto que el agua, símbolo de la pureza, la rechazaba por bruja; si se hundía –y se ahogaba, claro- era inocente puesto que el agua la aceptaba.  En ambos casos, la mujer moría.

Minuciosas torturas y vejaciones, secretas “orgías santas” en los sótanos y celdas de los monasterios, el collar áspero de la soga de la horca, el fuego final de la hoguera o la pesada piedra del agua en los pulmones. Todo soportaron aquellas mujeres por haber cometido un solo delito, precisamente, el de ser mujeres.

Fuente: http://www.mdzol.com/nota/362754

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