jueves, 29 de diciembre de 2016

🕰️ En el siglo XIX, especialmente en torno al año 1800, el término “calentura” era ampliamente utilizado en el mundo hispano para referirse a lo que hoy llamamos fiebre. No era simplemente una elevación de temperatura corporal, sino un síntoma que englobaba una variedad de dolencias, muchas veces mal comprendidas por la medicina de la época.


Se usaba para describir enfermedades febriles como el paludismo, el tifus, la fiebre amarilla, o incluso cuadros gripales. Las “calenturas” podían ser intermitentes, continuas, pútridas, nerviosas o biliosas, según la clasificación médica del momento. En registros médicos y parroquiales, se anotaba como causa de muerte simplemente “calentura”, sin especificar el origen. Se creía que las calenturas eran provocadas por miasmas, es decir, vapores nocivos provenientes de aguas estancadas, basura o aire corrompido. También se atribuían a desequilibrios de los humores (sangre, bilis negra, bilis amarilla y flema), según la medicina galénica. Los tratamientos incluían sangrías, purgantes, baños, sahumerios, infusiones de hierbas y aislamiento. En ciudades como Cádiz, La Carlota o la Real Isla de León, se registraron epidemias de fiebre amarilla que causaron miles de muertes. Los síntomas incluían dolores intensos, vómitos biliosos, ictericia y delirios, todos agrupados bajo el término “calentura”. Las autoridades ordenaban fogatas en las calles, limpieza con vinagre, prohibición de frutas como melones y pepinos, y distribución de caldo y carbón a los enfermos pobres. Con el avance de la medicina en el siglo XIX y XX, se comenzó a diferenciar entre síntomas (como la fiebre) y enfermedades específicas. “Calentura” fue reemplazada por términos más precisos como fiebre, infección, inflamación, y quedó como una expresión arcaica o coloquial.



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