Sombrero ranchero y traje claro. Ese parecía ser el uniforme de los señores que se movían al ritmo del último domingo de la primavera de 1927. Domingo 19 de diciembre. Esa tardecita, Eduardo Cipollina bajó del taxi en Florida y Tucumán, en la puerta del distinguido edificio del Jockey Club.
El hombre había viajado desde el Hipódromo Argentino de Palermo (era el concesionario del restaurante), llevando un portafolio que no olvidó bajar cuando el automóvil se detuvo en el destino. Apoyó el maletín en el estribo del coche, del lado de la vereda, se acercó a la ventanilla del chofer -recordemos que en ese tiempo se manejaba a la inglesa-, tomó dinero de su saco y le pagó el importe que marcaba el aparato medidor (denominado taxímetro).
Acto seguido, Cipollina entró al Jockey, mientras que el portafolio, con 10 mil pesos, partía apoyado en el estribo del automóvil. El taxista no advirtió que transportaba la valiosa carga. Cuando el empresario gastronómico salió a la calle en persecución del coche, ya era tarde.
Diez mil pesos era una cifra considerable. Quince días en Mar del Plata, en diciembre, con pasajes de tren ida y vuelta en primera clase y hotel de pensión completa, costaban $150. Un traje en Harrods, $70. Un sombrero ranchero, bien a la moda, $6. Con los diez mil pesos de la valija, uno podía comprarse siete hectáreas en la localidad de Morón. Un juego de cama completo (como el que vemos en el aviso) se pagaba $800. Los zapatos de hombre, tenían un valor aproximado de $15, similar precio que las botas de mujer. ¿Un cero kilómetro? Entre dos mil quinientos y cuatro mil quinientos pesos. Sin duda, el maletín contenía un tesoro más que atractivo. Y viajaba en el estribo de un auto cuyo valor era menor que el de su inesperada carga.
Sin nuevos pasajeros, el taxista se alejó del centro. Poco después de las ocho de una noche que comenzaba a asomar, el auto pasó por la esquina de Gaona (hoy Ángel Gallardo) e Hidalgo. El maletín de Cipollina cayó en la avenida, a metros de Antonio Sigimbosco (13 años), estudiante primario que trabajaba de canillita para costearse los estudios. El chico soltó los diarios, tomó el portafolio y empezó a correr. ¿En dirección a su casa por la calle Hidalgo? No, por Gaona, persiguiendo al taxi. Agotado por no poder alcanzarlo, frenó para descansar. Abrió el maletín, vio todos esos billetes, lo cerró y comenzó a correr. ¿Al taxi? No. ¿A su casa? Tampoco. Antonio salió disparado hacia la comisaría 11ª para contar lo que había ocurrido y entregarlo.
A través de una comunicación interna por telégrafo, las comisarías tomaron nota del hallazgo. El preocupado dueño del tesoro había denunciado la pérdida en la 1ª y desde allí le avisaron que había aparecido. A la medianoche ingresó a la comisaría 11ª, que en ese tiempo estaba frente al Parque Centenario. Recuperó la valija y agradeció a Antonio, hermano de Ofelia e hijo de Catalina, a quienes vemos en la foto junto al canillita. Cipollina le entregó su tarjeta personal y le pidió que fuera a verlo al Jockey Club, donde todo había empezado.
El lunes por la tarde, el joven acudió a la cita. Cipollina le dio un sobre con quinientos pesos en señal de agradecimiento. Por otra parte, las autoridades del Jockey Club le ofrecieron trabajo como ayudante del portero. Aclaremos que en aquel tiempo era habitual, y no estaba mal visto, sino todo lo contrario, que los niños trabajaran. Sigimbosco aceptó encantado.
La historia fue reproducida en los diarios de la época. También en la revista Billiken, quien lo premió con un reloj más una cadena de oro, y destacó su “ejemplar honradez”. A casi noventa años de aquellas jornadas, evocamos a Antonio Sigimbosco, el canillita que tuvo un tesoro en sus manos y lo devolvió.
Fuente: http://blogs.lanacion.com.ar/historia-argentina/personalidades/el-tesoro-viajero/
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